Javier Trímboli. Las huellas de lo absoluto
Gabriel D’Iorio
Su partida es muy reciente. Para quienes fuimos sus amigos el duelo continúa. No nos aterra la melancolía. Extrañamos su manera de habitar el mundo, su estilo hospitalario y a la vez insumiso, sus ideas: “si a la libertad, a la romántica, se la entiende como exaltación de la propia rareza, como escalada laboriosa de la propia cima, desde la cual proyectar la luz más personal, y si se entiende a estas tareas no como meros deseos de esos que nuestra sociedad permite a mares, sino como programas de vida que sólo descansarán al verse plasmados, también será necesario que nuestro ánimo frente al rigor se modifique. Nadie alcanza esas cimas, nadie goza de esa libertad, si no está dispuesto a tomar el cincel, a soportar los dolores y así trabajarse.”
Profesor, historiador y escritor, exquisito lector de imágenes, archivista tenaz, Javier Trímboli –de él hablamos, de él es el fragmento de Mil novecientos cuatro. Por el camino de Bialet Massé que recién citamos– enseñó en escuelas, institutos y universidades, trabajó en la creación del Archivo Prisma para la TV Pública, produjo valiosos materiales escritos y audiovisuales para diversos ministerios de educación y cultura, y participó de modo activo del que quizás sea uno de los acontecimientos más recordados de los años kirchneristas: la multitudinaria celebración del Bicentenario. Caminó el país y acompañó a cuanta institución, revista y grupo militante lo llamara, para dar una charla, escribir un texto, organizar un curso o presentar un libro. Su “ánimo frente al rigor” fue templado por una disciplina de lectura que mantuvo desde muy joven. Su ética, su “propia rareza”, consistió en no dejar nunca de buscar esa libertad “romántica” pero en correspondencia con una libertad pensada como aventura política colectiva que no acate “los caprichos de la técnica y el mercado” y –así lo decía en Mil novecientos cuatro– anhele una “nueva creación social”.
En una de sus últimas intervenciones públicas, una actividad en el Centro Cultural Haroldo Conti, le escuchamos decir: “Si al mundo no vinimos a ser felices sino a hacer cosas, tal como alguna vez se dijo, si no nos movemos de esta línea profunda de retroceso y adaptación, comprometemos seriamente a la posibilidad de hacer cosas que valgan con las palabras, ya que por ahí viene nuestro oficio. Nuevas preguntas, nuevas escrituras”. Retomaremos luego esta línea sobre “ser felices”, pero quisiéramos ahora subrayar que el llamado a “hacer cosas” no remite al pragmatismo sistémico que se vincula a lo que Javier denomina aquí “línea profunda de retroceso y adaptación”, más bien se trata de una decidida impugnación que puso de manifiesto continuamente en sus maneras de actuar y escribir. Para un romántico como Trímboli el destino de las palabras era hacer cosas con los cuerpos y de los cuerpos, hacer cosas con palabras. De ahí que en su vida la presencia de lo político asumiera la necesidad de forjar un estilo propio no como la exigencia del alma bella que desconoce los hechos de su propio tiempo sino como la voluntad de dar forma a una existencia que los confronte hasta redefinir sus contornos.
No es casual que se haya dicho de Javier que era un profesor sin par, que exploraba en forma incesante las fronteras de la “materia” a la que se aproximaba. Lo pedagógico aparecía en él como cuidado de un legado en ruinas cuya desesperada pervivencia exigía sostener las palabras en el límite de lo decible. Quizás por eso en cada clase, reunión o encuentro, sin importar las condiciones que oficiaran de punto de partida, Javier hilvanaba imágenes y palabras siguiendo la huella de una conversación arcaica hasta producir una curiosidad nueva sobre cosas ya vistas y oídas. Su punto de partida era la historia, pero su andadura podía desplazarse de un fragmento de Los pichiciegos al detalle de una pintura de Alonso, demorarse largamente en un poema de Raimondi y terminar en una cita de Nietzsche o Benjamin. En torno del objeto o la cita elegida, las palabras instaban a conversar, a pensar. “Por ahí viene nuestro oficio”, decía Javier. Oficio hecho de palabras precisas, también arriesgadas, palabras que sostenía Javier y que a él lo sostenían, palabras que estaban abiertas a un juego agónico cuyo horizonte consistía en ensanchar la libertad colectiva a través del conocimiento de la historia que nos circunda. Su apuesta a “nuestro oficio” transformaba así el clásico sapere aude, ahora bajo la influencia de Arendt, en una nueva divisa: ten coraje para presentar un mundo a los nuevos.
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De esas palabras compartidas también nacieron momentos de escritura que Javier se negaba a definir como “obra”, pero que a nuestro entender constituyen una poética única entre su generación. El escritor Trímboli fue el reverso lúcido y feroz del historiador y el profesor, el incómodo testigo de las “adaptaciones” a la época que nunca (nos) dejaron de acechar. Desde el momento en que declaró con inocencia y seriedad ser “revolucionario”, tradujo ese impulso en textos que ya se inscriben en la extensa y valiosa tradición ensayística argentina. En su escritura, el ejercicio de autocomprensión del yo en el nosotros y del nosotros en el yo podía tomar la forma horizontal del movimiento polar o la vertical de la exploración arqueológica. Ninguno de estos rasgos resultaba aleatorio: ni en lo relativo a su manera de pensar la historia en relación con la política entendida como el único arte capaz de prometer y en ocasiones realizar una vida justa en el mundo sublunar, ni en su modo de tratar con los restos de una revolución anhelada y derrotada, pero todavía latente, no definitivamente olvidada.
Ese movimiento polar, esta aproximación arqueológica, no dejó de corresponderse con la elección de autores y obras a los que Trímboli retornaba una y otra vez. En este sentido, hay en su escritura una interrogación de los invariantes de la cultura argentina cuyo poder se observa en el pasaje de un nombre a otro, de una historia a la otra, de una filosofía a la otra, de un drama y también de un destino a otro. Entre Facundo de Sarmiento y Operación masacre de Walsh, o entre Las multitudes argentinas de Ramos Mejía y Adolecer de Urondo, no hay armonías preestablecidas, pero sí correspondencias no visibles, “citas secretas”. Si estos libros comparten la condición de ser textos fundamentales de nuestra cultura no es sólo por las ocurrencias de uno o más intérpretes sino por las relecturas que cada generación y cada época hizo de ellos. Javier creía, como parte de esos lectores, que en esos y otros textos clásicos se cifraba no solo una explicación del pasado, sino el lugar de unas memorias que podían reactivar una fuerza en el presente. Por eso no los trataba como si fueran documentos ingrávidos, sin vínculos con lo político. Se animaba a leerlos como fuerzas todavía vivientes a las que había que tratar con cuidado y también irreverencia para comprender nuestra contigüidad existencial con ellas.
Cabría decir entonces que en su “programa de vida” buscó metódicamente proponer nuevas preguntas y problemas que pudieran reactivar esas fuerzas, fuerzas que tuvieran la voluntad de repensar y volver a escribir una historia a la que él se sentía destinado. Por eso fue tan determinante en su obra pensar con y contra la tradición, tal como se hace patente en sus escritos. Dos libros que publicó en el 2023 nos dan indicios sobre esta forma de aproximación. Nos referimos a Tulio Halperín Donghi. La herencia está ahí, y Flores Galindo. La escritura de la historia. Si en el primero revisita a Halperín Donghi –a través de la compilación de diez entrevistas comentadas por colegas jóvenes– para recordar las razones por las cuales hay que releer al “más importante historiador argentino del siglo XX” sin dejar de advertir la “condición monstruosa de su escritura y pensamiento. De oscuro enraizamiento argentino”, en el segundo vuelve sobre Mariátegui y la utopía andina a través de otro de sus modelos, el historiador peruano Flores Galindo.
Escribe Javier sobre Halperín: “aunque se sabe derrotado no renuncia ni a la historia ni a la política”. Y a pesar de que “sus conclusiones no son, ni tienen por qué ser, claro está, las nuestras”, volver a Halperín (“la herencia está ahí”, “allí estamos”) es necesario para entender de qué modos nuestros cuerpos y nuestras ideas están maceradas en el territorio de la derrota. Interrogar las razones políticas de la misma resulta crucial para sostenerse en la “intemperie” de la historia, pero también lo es para imaginar futuras victorias sin perder de vista jamás –tal como creía Halperín– “la precaria eficacia de la acción humana sobre el mundo”. Volver a Halperín es necesario a su vez para comprender su forma de habitar el lenguaje, su manera de “dejar correr en su pensamiento la violencia” a través de un uso preciso de la ironía y el sarcasmo, y sus modos de enseñar que, “lejos de la neutralidad y el distanciamiento académicos”, el lenguaje es el terreno en el que se dirime el sentido de los grandes acontecimientos históricos.
En el otro polo Flores Galindo lee a Mariátegui ofreciendo una descripción que en algunos aspectos nos permitiría hablar del propio Javier: “parece próximo a esa incierta corriente marxista que privilegia la práctica sobre la teoría, la intuición sobre la razón, lo espontáneo sobre lo planificado, la creación por encima de las supuestas leyes históricas”. Luego, el propio Javier prosigue: “La «creatividad» es componente central del «estilo» de Mariátegui, y Flores Galindo la entiende no como el fruto individual del genio, sino en relación con su «ubicación histórica», signada por la «superposición de tiempos distintos», desde la modernidad de la fábrica hasta el tiempo cíclico de las comunidades campesinas y el de los pueblos aún gobernados por las campanas de la iglesia.” Para Trímboli entonces la excepcionalidad del pensamiento de Mariátegui consiste en haber trazado una “relación creativa y audaz” entre marxismo, tradición nacional y religión, excepcionalidad que para el autor de Buscando un inca no puede explicarse sin su “apertura a la trascendencia” y su “interés por lo Absoluto”.
Ante una herencia de esta radicalidad, que superpone tiempos y apuestas pero “está ahí” (en Argentina, en Perú, en América Latina), “la escritura de la historia” no puede ser indiferente, porque esa indiferencia que se pliega en las normas de la neutralidad objetiva replica en el plano del lenguaje la perspectiva de adaptación ante el mundo: “nada más sancionable que introducir criterios políticos en los análisis”, y si alguien lo hace, dice Flores Galindo citado por Javier, “es un romántico” y su discurso queda invalidado como tal. Con todo, esta coartada antipolítica y por lo tanto antihistórica cuyo terreno de combate es el lenguaje resultaba inaceptable tanto para Mariátegui y Flores Galindo como para Trímboli, quien no dejaba de pensar el lenguaje en relación con lo colectivo, bien como signo del drama y desgarro de la comunidad, bien como exploración de la libertad y asunción de un destino. Es por estas decisiones existenciales que su escritura no podía ser un medio para comunicar sino expresión de las tensiones inherentes a la vida social-histórica. En esa escritura los polos significantes proyectan capas de sentido que pasan de uno a otro y pueden leerse tanto en sus trabajos de “divulgación” como en textos cuyo objetivo es confrontar los temas que definen una vida.
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Para concluir esta breve presentación de Javier, en la cual, claro está, no mencionamos todas sus obras ni citamos muchas de sus valiosas intervenciones públicas, nos gustaría compartir al menos el eco de dos textos en los que puede entreverse otra vez la persistencia de esos temas que, así lo decíamos recién, definen una vida. Por un lado, una de sus composiciones más breves, “No tan distintos”, un artículo escrito para La escena contemporánea hacia finales de los años 90. Por el otro, su libro más furioso, doliente y brillante: El virus de lo absoluto. Murena y Urondo. Diario de una investigación, de reciente publicación.
El segundo número de La escena contemporánea, revista que venía a proponer una mirada generacional sobre la política, la cultura y la historia, está dedicado a pensar el 89 desde el 99. El drama que se hace patente en Mil novecientos cuatro… en un estilo desesperado, adquiere en este otro texto, ceñido al tema de la revista, un tono jovial, irónico, por momentos burlón. El texto está dedicado a recorrer en forma impresionista 1989, como si en aquel año se cifrara mucho de lo que la década menemista había producido en los cuerpos y en las conciencias de su generación. El título del artículo refiere a un tema de Sumo que aparece en After Chabón y no parece casual: el disco sale en el 87, ese año también muere Luca Prodan. Pero además, 1987 fue, por Semana Santa, el retorno del peronismo al poder en la Provincia de Buenos Aires y el acelerado deslizamiento del gobierno de Alfonsín hacia el colapso económico, un año clave para entender el 89. El reggae de Sumo dice entre sus líneas: “Esperando 1989”. Javier lee el 89 desde el 99, pero también desde el 87.
No obstante el juego de rodeos y distancias, el tono general no logra evitar la perplejidad que ese tiempo histórico generaba hasta afectar su propio orden del discurso: “creo que quise ser fiel a la desorientación, aunque también es verdad que el desconcierto, con muchas menos estridencias, perdura y me impide reordenar todo este asunto”. Faltaba esa creencia que pudiera ordenar desde el presente un pasado que aparecía en un rosario de eventos que no terminaba de arrojar luz para entender la época y, sobre todo, para actuar en el presente. Pregunta entonces Javier: “¿Cuál había sido la fuerza odiosa que nos había conducido a perder la fe? Quería verme capturado por la verdad revolucionaria. Capturado, preso, disuelto. Hay una palabra que usa Mariátegui y que me atrae: tramontar, escapar pasando al otro lado de los montes. Ahora se trataba de escapar hacia atrás. Volver al viejo valle, recuperar los hábitos tan criticados.” En el origen de la pérdida de fe en la revolución o en la gran política hay una “fuerza odiosa”: no son sólo los efectos del terrorismo de Estado y el triunfo del neoliberalismo, la fe también se pierde si no divisamos “nuevas costas donde hacer playa”. Ahora bien, ¿era posible “recuperar los hábitos tan criticados”, tal como lo planteaba Trímboli a fines de los 90? Más que posible, en su lectura se volvía necesario, definía el horizonte de intervención de aquella libertad romántica que quería ser también libertad del pueblo.
Ya en Mil novecientos cuatro esta necesidad, que se prolonga en “No tan distintos”, tomaba la forma de encrucijada para quedar planteada en las líneas finales del libro, más precisamente en la carta dedicada a Fabián Polosecki, Polo: “el peligro que hoy nos presta suelo es pérfido hasta el refinamiento; no busca sangre, sino vidas a las que ama hasta estrangularlas”. La única salida ante este peligro es “dar forma a una nueva misión colectiva que haga caber en su propio hueco las más rutilantes bellezas de almas amenazadas por lo opaco. Que nos salve”.
Ante un nihilismo que cabalga la época con refinadas operaciones de consumo y dispositivos de captura cada vez más capilares, no hay salidas sencillas. Por eso se hace necesaria una reflexión que enfrente las grandes cuestiones que hacen a una “nueva misión colectiva”. Peligro y salvación, temas de la poesía romántica y la filosofía desde Hölderlin y Nietzsche, temas que nunca dejaron de estar en sus textos, reaparecen con todo su espesor en El virus de lo absoluto. Murena y Urondo. Diario de una investigación, la última gran obra de Trímboli. En la contratapa del libro leemos: “Un profesor de historia recibe una propuesta editorial: escribir un libro sobre cultura y política en los años 60 en Argentina. Después de darle varias vueltas al asunto, se anima a retrucar: escribir sobre los sesenta en general, no, es demasiado amplio, vago, impreciso. Pero a través de unas biografías históricamente situadas, sí. Porque a través de una biografía se puede entrever una época, se le puede dar «carnadura», «descubrir un signo». La editorial acepta. Nace entonces El virus de lo absoluto, un libro que desborda por todos lados, hacia atrás y hacia adelante, en el tiempo y en los temas, pero que narra la historia del drama argentino reciente, historia que está hecha a su vez de riesgos, apuestas y desdichas, de vidas y obras como las de Héctor A. Murena y Francisco Paco Urondo, revisitadas con una pasión que excede lo biográfico y lo histórico, que es también política, filosófica y poética.”
Ensayo novelado y coral, extenso diario con marcas autobiográficas que lee nuestro presente con hidalguía y temblor, investigación rigurosa, El virus de lo absoluto inscribe la política y la historia en el terreno de la pregunta filosófica por el destino: ¿para qué estamos aquí? ¿qué cosas venimos a hacer a este mundo? Las formas de la vida intelectual son repensadas en este libro bajo la influencia de lo sagrado hasta transformar al espíritu en virus, al cuidado de la salud en enfermedad y contagio, al deseo de felicidad en el rechazo total al dominio de las técnicas bienestaristas sobre la vida, a la escritura misma en la presencia en cada trazo de las huellas de lo absoluto, huellas que se hacen dolientes conforme se aproxima el paso a otro plano de la existencia.
Tal como dijo Matías Farías en la presentación de este libro que se realizó en el mes de septiembre, El virus de lo absoluto es una “teodicea punk” cuyos “principales existenciarios” son “enfermedad y agonía, entendidas como lucha”. Esta teodicea forma parte de una época, y es sobre ella que también se pregunta Matías: “¿Qué clase de época, que no es otra que la que estamos viviendo, hizo posible llevar las cosas a tal extremo, para que Javier invoque a los dioses de este modo? Se trata de una época, la nuestra (y entiendo que este es el texto que subyace a El virus de lo absoluto), donde la separación entre la justicia y la felicidad ya no es vivida o experimentada como tragedia y, por ende, donde la historia ya no es asumida como destino.” Este libro, que se declina de muchas maneras, que tiene “muchas puntas” como la cresta punk, expresa entonces aquello que nuestra época enseña a través de múltiples signos y no se atreve a enfrentar: que una apertura a lo absoluto es necesaria para entender de qué estamos hechos, que el problema real no es sólo la propia felicidad sino la materia espiritual que circula en nosotros, el para qué venimos a dar batalla a este mundo, y sobre todo: por qué, a pesar de todo, tenemos que darla.
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Último rodeo. En Espía vuestro cuello. Memorias y documentos de trabajo (2004-2007), Trímboli ya había explorado el estilo novelado, la indagación sobre las biografías políticas (en este caso de Ramos Mejía) y el juego irónico con la autobiografía junto a la invención de una serie de “documentos”, muchos tan delirantes como verosímiles. La enfermedad estaba presente, porque Javier nunca dejó de pensar, como Horacio González, en la delgada línea que separa historia y locura en la vida pública argentina. También en Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución no dejaba de interrogar su propia participación en esa vida pública a través del “momento estatal” kirchnerista, y lo hacía sin dejar de pensar en la flaca “fuerza mesiánica” que asiste a cada generación. Dice Javier en ese texto, que dialoga con sus libros anteriores y con los que vendrán: “Más interesada por la libertad que por la revolución, aunque ambas palabras se implican, Hannah Arendt encuentra que una de las maneras más precisas para definirla está en el Nuevo Testamento, la libertad como milagro. «La historia, a diferencia de la naturaleza, está llena de acontecimientos, en ella el milagro del accidente y de la improbabilidad infinita se produce con tanta frecuencia que parece extraño mencionar siquiera los milagros». Es la facultad de actuar y de iniciar algo nuevo, que es también la de interrumpir «el desastre» que es «lo que siempre ocurre automáticamente y por consiguiente tiene que parecer algo irresistible». El problema, sigue, es que el progreso, la complejidad de la economía, el crecimiento de la población, precisan de burocracias y administraciones ajustadas que vuelven cada vez más difícil mover un ápice de la mole, hasta así frustrar a la facultad de la acción.”
Con esta cita a Arendt como telón de fondo, cabría decir entonces: El virus de lo absoluto trata a su modo del milagro de la libertad, de la precaria capacidad de interrumpir el desastre. En éste, su último libro, Javier piensa la libertad como destino humano (finito) y el destino como lo inhumano (infinito) de la libertad. Murena, Urondo y Trímboli. El virus corre por la sangre, persiste, contagia, enferma y toma definitivamente el cuerpo del escritor, del profesor, del poeta, del historiador, del amigo, explora en él los límites, lo enfrenta a los penúltimos días, días que se asumen con amor y coraje, con furia y estilo; ese virus, que hacemos nuestro, que ya lo es, es también parte de una experiencia milagrosa. Lo es, tanto como haber sido contemporáneos de unas clases, de unos libros y de una libertad como las que aquí quisimos presentar.