La señora de Ambrosioni y el pequeño Eduardito: la escuela cabe en un gesto
Ángela Menchón
Me aterraba el riesgo de perderme como un cualquiera más. Javier Eduardo Freixas, maestro, profesor, filósofo, describe en Darnos la mano los primeros momentos de su primer día de clases de segundo grado en una escuela nueva para él.[1] Retrata la escena como aterradora y avasallante. Ese anonimato multitudinario entre uniformes verdes y desconocidos generaba en el pequeño el terror ominoso de despersonalizarse y ser abandonado. El mismo terror que, nos cuenta, experimentó varios años después en el servicio militar obligatorio en tiempos de la guerra de Malvinas. “Experiencias de un cuerpo que se sentía desposeído de todos los lazos que reconocía como propios” (p. 19). Las fantasías (luego temores fundados en nuestro país) de abandono, desaparición y olvido se esfumaron cuando una maestra, “la Señora de Ambrosioni”, se acercó al sitio donde su madre lo había dejado y le preguntó: “¿Vos sos Eduardito?”, llevándolo luego de la mano a la fila donde lo aguardaban sus futuros compañeros de curso. La magia del nombre propio pronunciado en voz alta, la vuelta a la singularidad, el anclaje en terreno seguro. Qué necesarios para un niño, para ese niño.
En esa pregunta y en esa mano tendida, Javier encuentra las figuras de la relación de la escuela con la singularidad de quienes llegan a ella, y algunas de las preguntas centrales que para él es importante hacer a lxs recién llegadxs: ¿quién sos? ¿qué esperás de mí? ¿cómo querés que te llame? ¿cómo puedo ayudarte? No como quien pide un pasaporte en la entrada de una frontera, sino como quien se dispone amorosamente a escuchar un relato, el relato de una vida. De esta manera la escuela puede devenir un espacio en el que se cuenten historias y se habiliten nuevas experiencias, en el que se acompañe la construcción narrativa de las identidades personales y las colectivas, donde se cuide la novedad. “Cuidar la potencia de nuevas historias. Cuidar la potencia de nuevos mundos. De eso se trata la educación”.[2] Bienvenir, cuidar, acompañar, configuran los pilares de una educación que Freixas llamará “hospitalaria”, que no es nada más ni nada menos que una disposición y un tiempo donde se construye un vínculo: disponerse a recibir a quienes llegan sabiendo que el tiempo de la escuela (y de las instituciones educativas en general) puede ser para muchos/as una experiencia hostil, más allá de nuestras intenciones y deseos como docentes, incluso también puede serlo para quienes educamos.[3] La vieja maestra deviene entonces una figura conceptual que permite a Javier desplegar toda una mirada sobre la educación y sobre la escuela.
Seguramente la Señora de Ambrosioni recibió muchísimos homenajes en su vida por parte de sus alumnos y alumnas (que han de haber sido muchísimos, sumando los años). Cartitas escritas a mano alzada, dibujos improvisados o hechos en casa, manzanas, caramelos, alguna porción de torta de cumpleaños, regalos para el 11 de septiembre o fin de año, si es que se estilaba. Seguramente porque
Creo que Javier podría considerarse, entre otras cosas, un filósofo de los pequeños gestos, más bien, un filósofo siempre atento a lo minúsculo, a lo que pasa desapercibido, a lo que las grandes estructuras invisibilizan, expulsan o filtran. Encontraba potencia en lo que se desvía, en los rodeos, en los balbuceos. En lo menor: con todo el sentido político del término. Siempre estaba muy atento a quienes eran acallados por las voces parlanchinas de las aulas y de las instituciones. Esas voces lo apabullaban, e intuyo que desde esa experiencia podía empatizar muy bien con los apabullados del mundo. Por eso le interesaban muchísimos las escrituras y producciones de sus estudiantes, sus preguntas, sus inquietudes, su total novedad. Por eso hizo de la infancia una perspectiva desde la cual repensar la escuela. Por eso apoyó tantos proyectos de muchos y muchas que pasamos por Puán pero que no conocíamos las reglas secretas de la Academia (por eso la única Academia a la cual le rindió pleitesía fue a la de su camiseta futbolera).
Dice Néstor Cordero en La invención de la filosofía, que según Gilles Deleuze la mejor manera de comprender el núcleo del pensamiento de un filósofo consiste en acercarse a él, como si fuese un amigo en dificultades, y preguntarle: “¿Cuál es tu problema?”, ese que da origen e impulso a su filosofía. Platón, según Cordero, hubiera respondido: “La muerte de Sócrates”. Estoy casi segura de que Javier Freixas respondería algo que sostiene en Darnos la mano: mi problema es que: “conozco a muchxs, demasiadxs, que no pudieron, no solamente con los niveles «no obligatorios» del sistema escolar, sino tampoco con los que son obligatorios. No pudieron a pesar de que querían, de que insistieron y de que les dejó una herida profunda sentirse dejadxs de lado, abandonadxs, por el sistema: como si fueran menganos y menganas de quienes las instituciones escolares parecían no tener por qué hacerse cargo. Y sigue sucediendo”.[4] Freixas, movido por un gran sentido de la Justicia se dedicó a forjar una filosofía de la educación que pudiera hacerse cargo del problema.
Dice también Deleuze, en su despedida a Jean-Paul Sartre, que es muy triste la generación que carece de maestros. No entiendo de cortes generacionales, pero entiendo que si tengo una generación es esa que se forjó en una fuerte idea de la construcción colectiva, horizontal y afectiva de conocimientos, con una vocación de desacralizar las figuras de los maestros y maestras como seres lejanos e inalcanzables. Javier fue mi maestro y también fue mi amigo. Me arriesgo a decir que fue mi maestro porque fue mi amigo, porque en esta praxis filosófica que nos unió, la amistad es condición de posibilidad del pensar. Y si bien la muerte, esa ausencia rotunda, nos lleva a idealizar a los que ya no están, diré que a los amigos no se los idealiza, pero qué necesarios para nuestras vidas se manifiestan y cuánto se los extraña.
En el último encuentro que tuve con Javier, en un café en mayo del año pasado, me contó que andaba con ganas de escribir sobre otra faceta repentina de nuestra venerada Señora de Ambrosioni, un posible nuevo Epílogo a una segunda edición del libro. Resulta que había encontrado en una caja antigua sus cuadernos de segundo grado. Allí, con una caligrafía perfecta y en tinta roja la maestra descargaba sus correcciones rotundas, en un tono que chocaba totalmente con lo que nos había contado de ella. Lo primero que pensé es que este hallazgo podía debilitar todo lo que la vieja maestra representaba en el texto. La mirada pícara de Javier, su gesto risueño, me hizo entender que no, que la Señora de Ambrosioni era de ahora en más su personaje conceptual y que todavía tenía muchas historias que contar desde esa figura que se revelaba aún más rica en sus contradicciones y complejidades. Otra vez Javier, filósofo, escritor, poeta, enseñante, abierto y dispuesto a explorar una novedad, un desvío.
Aquella maestra quedó inmortalizada en las páginas de un libro, ese fue su homenaje. Acá me encuentro ensayando mi propia manera de homenajear a Javier. Y si de algo estoy segura es de que entre los miles de personas que pasaron y pasan cada año por la Facultad de Filosofía y Letras, habrá muchas que podrán contar este relato: un buen día entré a Puán, me perdí en sus aulas y el profesor Javier Freixas se acercó a mí, me preguntó quién era, qué necesitaba y me tendió su mano.