Las fuerzas del suelo

Mariano Gaudio

(Universidad de Buenos Aires – Argentina)

Reseña de:

Liaudat, Santiago; Tóffoli, Magdalena; Fontana, Juan Manuel, El subsuelo de la patria. Historia del Movimiento de Trabajadores Excluidos, Buenos Aires, Prometeo, 2ª ed. 2024, 340 pp.

Callegaro, Francesco; González, Matías X.; Pinacchio, Ezequiel (comps.), La nación trabajadora. Futuro pasado de un imaginario popular, Rojas / Buenos Aires, Nido de Vacas / LIMES, 2025, 213 pp.

Braceras, Diana, Ayni o Leviatán. Comunidad política o monopolio del poder, Buenos Aires, Ciccus, 2025, 336 pp.



Recibido el 5 de agosto – Aceptado el 15 de octubre



¿Qué pueden tener en común estos tres libros tan disímiles en su constitución y desarrollo? Ante todo, los envuelve un contexto o clima de época: la pospandemia, donde prevalece el nihilismo exacerbado, el auge de las ultraderechas, los neocolonialismos y nacionalismos rancios, el ocaso de la certeza globalizadora, el odio intencionalmente azuzado y las enemistades virtuales en la era de la supuesta omnipotencia y omnipresencia latente de la posverdad algorítmica. Todos estos elementos que flotan en la generalidad, convergen por contraste en un punto concreto: la necesidad urgente e impostergable de explorar el pensamiento situado, invertir los cantos de sirena apocalípticos de los centros mundiales de poder, y desafiar a la filosofía latinoamericana con uno de los aspectos que ciertamente la singularizan, esto es, hurgar, captar y expresar el abajo y su efervescencia, volviendo al suelo y a su malestar, al quiste que presiona, rompe y desborda lo establecido con un caos inminente.

En esta especificidad, volver al suelo y auscultar su fuerza significa también examinar la economía y, más aún, su dimensión micro, no como variable instrumental numérica, ni como eco de un deber ser siempre abstracto, sino como fuente de inspiración y botón de muestra de aquello que realmente acontece, con toda la confusión que traen sus signos. Ahí abajo comienza la manifestación del subsuelo, el trasfondo en que emerge la patria, la elevación de lo inesperado que vuelca y trueca el estado de cosas. No se trata de una romantización ingenua, ni de una demagogia oportunista, sino, muy por el contrario, de un proceso históricamente doloroso, complejo y de realizaciones inciertas, las más de las veces con tragedias y derrotas. Sí se trata de afirmar –en un sentido más acorde al estrictamente romántico– un contenido genuino, un cauce profundo y revoltoso que lucha por salir a la luz y concretarse.

Por un lado, El subsuelo de la patria, La nación trabajadora y Ayni o Leviatán, pueden y deben ser leídos en clave de una pregunta incómoda acerca de lo que está pasando y cómo y hacia dónde tendríamos que ir. En el marco de un escenario extremadamente enmarañado, no sólo combinan diagnóstico con prospectiva; también se posicionan entre las fuerzas del suelo y ofrecen un sentido que se entrelaza intrínsecamente con distintas tradiciones de filosofía latinoamericana, a la vez que las actualizan y reconfiguran. Por otro lado, la presunta casualidad llevó a que los tres libros fueran presentados por sus autorxs en el II Congreso de Pensamiento Nacional Latinoamericano, en mayo del 2025, en la Universidad Tecnológica Nacional de La Plata.



1. El subsuelo de la patria

El libro de Santiago Liaudat, Magdalena Tóffoli y Juan Manuel Fontana posee varios méritos. Con un estilo muy cuidado y con una claridad sobresaliente, recorre el itinerario institucional y popular del Movimiento de Trabajadores Excluidos desde su gesta inicial, a comienzos del siglo XXI, hasta la actualidad, mientras ofrece al mismo tiempo el trazo de las coordenadas del contexto histórico, político y social. En este sentido, configura una ilación precisa y detallada del devenir del Movimiento, con sus desafíos, sus logros y conquistas, junto con las complejidades de esos procesos, los momentos difíciles y los cambios de visión; todo esto, a la vez que repone el contexto contemporáneo. Compuesto de seis capítulos y con palabras preliminares de Juan Grabois y prólogo de Paula Abal Medina, cuenta también con una introducción, un anexo metodológico y una cronología. Los capítulos siguen una periodización puntillosa en etapas de no más de tres o cuatro años que signan el momento de la organización, etapas que a veces resultan rebasadas por la temática que se extiende más allá y se ramifica en instituciones y siglas. Con gran generosidad, en todos los casos lxs autorxs reconstruyen todos los supuestos necesarios para mantener hilvanado el periplo frente a los vaivenes legales y demás condimentos.

El punto de partida del libro es la actividad cartonera, que ya en 2002 un famoso hijo de empresario, que por entones iniciaba su incursión política y posteriormente llegaría a la presidencia, calificó como “robo”. Sí, la recolección, clasificación y reciclado del cartón en el espacio público era un robo, justo en medio de la resultante de la crisis total del 2001. Toda una confesión de parte de un eximio ejemplo de la clase ociosa, tan acostumbrada, para decirlo suavemente, al robo del trabajo ajeno. El punto de llegada del libro es la incorporación de algunos referentes populares al Estado, pasando por los vericuetos de la sindicalización, la articulación más o menos coyuntural con otros movimientos y con instituciones de la sociedad civil, la diversificación de actividades que especificamos abajo, la internacionalización, la consumación emblemática en “Tierra, Techo y Trabajo”, y la organización política, todo lo cual conforma distintas aristas de un movimiento social que no se quiere quedar en la testimonialidad ni en las consignas, sino tener una efectiva incidencia y actividad transformadora.

Ahora bien, pese a las evidentes diferencias, el punto de partida y el punto de llegada tienen cosas en común. Los datos duros del 2022 son verdaderamente escandalosos. Entre la pobreza e indigencia y la concentración del 60 % de la riqueza en el decil más adinerado únicamente media una palabra: desigualdad. “Frente a lo brutal de estos contrastes, cabría esperar un sentimiento generalizado de indignación […]. Sin embargo, la maquinaria mediática, cultural e intelectual opera infatigablemente dirigiendo el malestar social hacia los pobres […]. En una perversa inversión de roles, la víctima se vuelve victimaria” (p. 21). El problema, prosiguen lxs autorxs, se agrava en la medida en que la anestesia mediática cala en los mismos pobres. El libro busca subvertir este orden artificialmente invertido para continuar y extremar más aún la desigualdad y, con esto, visibilizar la perspectiva de “los de abajo”, el poder popular. En efecto, lo que el MTE viene a mostrar es la novedad de la economía popular, en cuanto objeto incomprendido desde los dos lados del espectro ideológico: mientras algunos no reconocen el trabajo no asalariado y lo condenan como “planero”, otros justifican la asistencia y apuestan a que el crecimiento mismo de la economía incorpore formalmente a tales trabajadores. (Veremos que este problema reaparece en el siguiente libro reseñado). “Por distintas razones, unos y otros no logran captar lo esencial del planteo de la economía popular. A saber, la existencia de una fractura socioeconómica que se mantendrá en tanto continúen las características estructurales del actual modo de producción capitalista. Es decir, el trabajo asalariado no puede integrar a la masa marginal creciente hasta que no cambien de fondo las reglas económicas” (p. 25, subrayado nuestro). La clave de la agudización de la desigualdad radica en la “fractura socioeconómica”: lejos de ser el lastre del país para argentinos de bien, tampoco significa una porción a absorber con el simple crecimiento o expansión de la economía, sino precisamente el contraste con el que juega el sistema en su propio beneficio. Mientras en otra época el capitalismo en expansión podía cobijar con cierta verosimilitud la promesa de absorber aquella porción postergada de la sociedad, en el último cuarto del siglo XX y, más aún, en el corriente del siglo XXI, esa promesa se soslaya completamente, no sólo asentando una suerte de pobreza estructural sino incluso proyectando un sistema que, vía tecnología o ficción distópica, va a multiplicar los parámetros de esa fractura. Si esto es así, y si la exclusión se convierte en dato constitutivo, entonces urgen otras acciones y perspectivas de transformación.

El trasfondo del quiebre se ubica en la dictadura. Ya en la Carta abierta Rodolfo Walsh denuncia la “miseria planificada”; ahora bien, el escenario de “fábricas humeantes, con poco desempleo y pobreza, baja desigualdad social, sistemas nacionales de educación y salud admirados en la región y valores reducidos de endeudamiento externo” mutó, con el cambio de milenio, en un escenario de descomposición “con altos niveles de pobreza y desocupación estructural, un deterioro notable de la educación y salud públicas, acompañado del crecimiento constante de la oferta privada en ambas áreas y una deuda asfixiante” (pp. 37-38). Con un Estado desertor, en retirada y debilitado, llegan con las prédicas globales el neoliberalismo desenfrenado y su apología a ultranza del mercado como solución mágica a todos los problemas. Una fábula de mala confección con ribetes cada vez más fanáticos. Todavía estamos entrampados en esta disyuntiva entre Estado y mercado. Con el neoliberalismo, la pérdida de soberanía se condice con el soslayo de las funciones sociales del Estado, atrincherado en su componente represivo, y la idolatría funciona como una propaganda engañosa, como imágenes que se suceden sin sentido y como mercancías inútiles y desechables, que los sectores populares rápidamente captan en su nocividad. De ahí que, frente a la crisis incubada en los ’90 y estallada en el 2001, y frente al hambre, la pobreza y el desempleo que el mercado no sabía ni tenía la menor intención de resolver, surgieran los movimientos sociales, obreros, estudiantiles, etc., en diferentes formas de organización y al margen de la política oficial. El 2001, resultante de la fractura socioeconómica que inicia la dictadura, se eleva como crisis total que desnuda la perversidad del mercado, pero también como instancia de “creatividad y experimentación”, con una fuerte participación y un “verdadero renacimiento de la militancia desde el cimiento instituyente de la democracia: el pueblo” (p. 45).

En ese contexto terminal y palingenésico aparece el MTE. En rigor, primero aparece la actividad de los cartoneros como un rebusque frente a la crisis, cruzando el conurbano con la ciudad más rica, trabajando de noche y en una compleja red de transportistas y acopiadores que –y esto es muy importante– pone en jaque el ancho negocio de la basura, cuyo origen se remonta no casualmente a la dictadura. Los cartoneros y cartoneras se definen como trabajadores, en contraste con otros modos de lucha y subsistencia, pero a la vez como excluidos, colocados en la informalidad desde la cual tienen que resistir no sólo la condena social, sino también los aprietes policiales e intereses políticos y empresariales. Por eso, en segundo lugar, aparecen los así llamados “cinco locos”, los “blanquitos” (p. 60) o “caras pálidas” (p. 64) con estudios o títulos universitarios, intensamente preocupados por la cuestión social y por cómo realizar acciones concretas ante la situación marginal compleja y constante. Pero este “encuentro entre clases sociales” (p. 57), entre universitarios y cartoneros, no fue sencillo ni inmediato; no bastó con armar una olla popular, una cadena de mensajes frente a los abusos policiales o alguna ayuda esporádica y puntual. La confianza como vínculo consolidado entre clases, la mixtura “café con leche” (p. 64), se va construir pacientemente durante muchos años de aprendizajes mutuos. Y entre tales aprendizajes sobresalen, por ejemplo, el comprender que los cartoneros tienen una sabiduría que presentar y decir, una creatividad notable en palabras y acciones, la consiguiente superación de la división social del trabajo intelectual y manual, la fuerza de voluntad de los de abajo para no rendirse incluso en el extremo agotamiento físico, la paciencia para las interminables negociaciones burocráticas donde a veces los que se dicen progresistas son más conservadores que los espontáneamente conservadores y clasistas, la necesidad de articular con otros espacios y no encapsularse, de negociar sin perder las convicciones, de ampliar la agenda de problemas siempre bien concretos y de soluciones asequibles, y un largo etcétera. La clave para la reciprocidad de los aprendizajes consiste en la horizontalización orgánica: al ponerse de igual a igual, en la teoría y en la práctica, con el tiempo la mixtura se refuerza y potencia.

Dejando de lado por razones obvias la minucia con que el libro de Liaudat, Tóffoli y Fontana recorre los devenires del movimiento, nos concentramos en algunos aspectos puntales. Entre ellos cabe destacar el rastreo de la actividad cartonera en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se asignan lugares públicos para la quema y se crea un sistema de recolección de residuos. “El conflicto con quienes usufructuaban el negocio de la basura, gracias a la concesión oficial, apareció desde un inicio” (p. 47), tal como consta en una memoria de la Municipalidad de Buenos Aires de 1877. Nombrados originariamente como “rebuscadores” y rebautizados más tarde como “cirujas” (no, presuntamente, por la famosa leyenda urbana, sino tal vez porque recolectaban huesos, o por el uso de la cuchilla), operaron continuamente al margen y como una actividad secundaria. Con la dictadura se reemplazan las quemas con los rellenos sanitarios, y así la basura cotiza y se paga por el pesaje. De ahí el negocio y el celo político-empresarial. Se calcula que en 2001 y 2002 había entre 50 y 150 mil recolectores de cartón.

En esa misma época y bajo diferentes influencias conceptuales, surge entre los movimientos sociales un afán autonomista que lxs autorxs del libro se encargan de debatir. En parte, la posición resulta comprensible: ni la anquilosada política tradicional, ni la dogmática y meritocrática religión del mercado daban respuesta a los problemas concretos de los sectores más postergados. Al calor de la efervescencia de los movimientos sociales circulaba la idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, como si abrir un caminito al costado del mundo sirviera para horadar lo establecido y abrir paso a lo nuevo. En parte, tal concepción inspirada en pensadores de muy disímil extracción presupone una fetichización tal del Estado que lo coloca irremisiblemente al servicio e instrumentación de los sectores dominantes, borrando con ello las experiencias populares habitualmente rechazadas con razones puristas. “Desde un romanticismo acrítico y haciendo un recorte de la experiencia zapatista a la medida de sus teorías, la propuesta autonomista pretendió trasladar esa autogestión de territorios a otros contextos”, dicen lxs autorxs, y agregan: “Esta estrategia de antipoder descreía de la construcción de organizaciones de gran escala” (p. 76). Aunque el autonomismo fue prácticamente nulo entre los movimientos sociales, su inclusión y debate en el libro se debe a que tuvo mucha resonancia en los ambientes universitarios, con la seductora y paradójica idea de una exterioridad respecto del Estado. Esta consideración crítica resulta significativa no solamente como síntoma de época, sino también como rémora de un debate que vuelve una y otra vez en la forma de sometimiento del Estado al designio de los sectores más poderosos y la consiguiente independización y deserción respecto de su rol social y fuente de legitimidad soberana. Además de soslayar las experiencias populares de apropiación y resignificación del Estado, el neoliberalismo y el autonomismo pueden encontrarse en una postura anti-estatal que no hace más que alimentar al mercado. Sin desmerecer todas las críticas que esa institución se ha ganado durante décadas, el debate teórico arroja, un cuarto de siglo después y con el envalentonamiento de la ultraderecha regional, la necesidad de revisar el alcance de la seductora idea del autonomismo.

En relación con lo anterior, en la etapa de crecimiento del MTE lxs autorxs destacan ciertos rasgos distintivos: la organización en base al trabajo, la lucha reivindicativa, los pobres en el centro de la escena, la ética militante y la comprensión del poder popular como exterior y, al mismo tiempo, articulado o incluso interior al Estado. En su concepción ideológica conviven Marx, Lenin, Trotsky, Gramsci, Mao, el Che y Fanon, pero siempre en función de construir y priorizar ese sujeto popular, por lo cual se prescinde de una ortodoxia doctrinaria y resulta fácil aceptar otras constelaciones como, por ejemplo, el pensamiento nacional y popular, el ambientalismo o el cristianismo. “En esta lectura, para el caso del MTE debe incorporarse también la exterioridad respecto del Estado […]. Situación que tenía raíces en la misma base cartonera, expuesta a la peor cara de lo estatal: la coima policial, la asistencia clientelar, la salud o educación en pésimas condiciones. Desde estas coordenadas no era extraño que lo estatal apareciera como algo más bien antagónico. Dicho esto, vale aclarar que para el MTE fue un escenario de disputa desde un inicio, primero en el marco de la sanción de leyes, luego en el ámbito de la cogestión del sistema de reciclado. Solo con el tiempo, y en ello pesó también la referencia latinoamericana, comenzó a cambiar la percepción antiestatal e incorporar la idea de que, además, se debía pelear desde dentro del Estado” (p. 121).

A la inversa del autonomismo teórico, la exterioridad respecto de lo estatal constituye una garantía práctica de no-burocratización y vitalidad, incluso más relevante cuando a la organización le toca ingresar y ocupar roles institucionales. Por ende, los aprendizajes y principios juegan un rol muy profundo en ese proceso: la promoción de compañerxs de base, la combinación “café con leche” para neutralizar los efectos de las discriminaciones, la ética militante, la estipulación de una serie de metas u objetivos y la asunción de la responsabilidad ante lo comprometido, junto con la exterioridad saludable, caracterizan y distinguen al MTE. La crítica al Estado ya no aparece por afuera sino por adentro, o más precisamente, con un pie afuera y otro adentro. Con motivo de la presentación del Plan de Desarrollo Humano Integral en 2020, afirman lxs autorxs: “se reconocieron los déficits del Estado en materia de gestión e intervención en los territorios. Diagnosticar la ineficacia estatal suele ser un lugar común en el discurso liberal, pero aquí esta crítica es apropiada por las organizaciones populares como parte de un llamado a robustecer el Estado debilitado tras el neoliberalismo. En particular, aparece articulado al reclamo de recuperar su capacidad de planificación” (pp. 282-283). En este período, sin dejar de participar del gobierno, la vitalidad del movimiento y de sus referentes consiste en mantener un pie afuera, junto con el pueblo y las luchas reivindicativas. Cuando un militante social entra al Estado, no sólo cambia su visión de las cosas (y la impregnación de pueblo sirve para que ese cambio no lo lleve a los habituales anquilosamientos), sino que también, y fundamentalmente, cambia al Estado. Y una cosa va de la mano de la otra, porque la “incursión en el Estado” fue vivida como “continuidad en la organización”, esto es, como un “traducir sus propios saberes y experiencias militantes y organizativas en insumo para la elaboración de políticas públicas” (p. 311). La coherencia reposa en no traicionar, sino continuar, el desde abajo de procedencia.

Un flanco notable del MTE consiste en la docilidad para involucrarse sin dispersión en una multiplicidad de acciones desarrolladas. El inicial encuentro de clases en torno de la actividad cartonera se expandió con centros de enseñanza que van desde el jardín de infantes y las guarderías hasta los bachilleratos populares y la formación superior con una “pedagogía de la escucha” (p. 185), en la experiencia de los talleres textiles y la lucha contra la explotación y trata de personas, en la organización de la salud, la toma de tierras, las luchas feministas desde un posicionamiento popular, la articulación con agrupaciones estudiantiles, la vinculación con comunidades originarias, la inspiración y trato con el Papa Francisco y la consiguiente incursión internacional con movimientos sociales y en instituciones laborales, la perseverante lucha por la sindicalización del espacio dentro de la CGT, el devenir partido político y la participación en el Frente de Todos en 2019, la elaboración de respuestas concretas a problemas acuciantes como las adicciones y la reinserción social, los proyectos de integración socio-urbana, y un largo etcétera. El contacto directo con el sujeto popular ofrece a la militancia esa capacidad de adaptación frente a lo urgente conservando, no obstante, una profunda coherencia con los principios y con la organización.

Por último, un par de desafíos para este sujeto popular emergente. Al comienzo Grabois diagnostica que hoy el fascismo avanza, y el asunto es qué hacer frente a esa ultraderecha empoderada y dispuesta a dislocar todos los parámetros de referencia, más todavía pensando en lo que señala Paula Abal Medina: el “peligro de extenuación” del MTE, “porque una y otra vez recrudece la miseria obligando a empezar de nuevo. A esta altura de la historia del deterioro argentino la injusticia social es una muralla maciza y asfixiante” (p. 20). Las dos observaciones se condicen con la certeza de la contundencia de la fractura económica que la actual fase del capitalismo no viene a resolver ni atenuar, sino a profundizar y parasitar. Las páginas del libro de Liaudat, Tóffoli y Fontana permiten entrever los cauces de la sabiduría popular, es decir, cómo el rebusque enseña formas de acción, resistencia y reconfiguración, que sortean y sacuden los fascismos de moda y las largas injusticias.



2. La nación trabajadora

El libro compilado y curado por Francesco Callegaro, Matías X. González y Ezequiel Pinacchio se compone de siete capítulos, un prólogo de Eduardo Rinesi y una introducción de parte de los compiladores. Los textos provienen de un seminario del LIMES (Laboratorio de Investigación sobre Movimientos, Estado y Sociedad) y, como se evidencia en el título, convergen en considerar –en sintonía con el anterior libro reseñado– que el eje vertebrador de la nación es el trabajo, lo cual involucra distintos niveles sociales pero deliberadamente excluye a la clase ociosa. Se trata de un concepto dinámico y abierto, que conecta múltiples contextos y brinda “recursos aun eficaces para comprender la crisis que estamos atravesando y despertar, a la vez, la imaginación de futuros posibles” (p. 17). Entre los múltiples contextos analizados, el capítulo de Facundo Rocca examina el concepto de trabajo en el siglo XVIII de la Enciclopedia y la Revolución Francesa, el capítulo de Matías X. González se concentra en el siglo XIX de México, Laura Eva Pastorini explora la educación popular de Simón Rodríguez, mientras que Adriano Peirone se detiene en la celebración peronista del 17 de octubre y Mariano Eloy Beliera analiza la nación trabajadora desde la soberanía alimentaria.

La introducción de Callegaro y Pinacchio cumple una función conectiva fundamental, dado que permite hilvanar conceptualmente los contextos históricos. El punto de partida es el Tercer Estado de Sieyès, donde conforman la nación todos aquellos (burgueses) que trabajan. La ambigüedad acerca de quiénes son los que verdaderamente trabajan se reconfigura en el socialismo de Saint-Simon, que en el siglo XIX surca la distinción entre nacionales, industriales y trabajadores de un lado y, del otro, anti-nacionales y ociosos. Por tanto, el socialismo francés coloca “la centralidad del trabajo como eje organizador de la Nación” (p. 21). Además, Saint-Simon despeja la ambigüedad de Sieyès: ahora los burgueses son los industriales que, incorporados a la clase gobernante, se han convertido en ociosos, anti-nacionales, rentistas y explotadores del trabajo de otros, de modo que “quienes ayer formaban parte de la Nación Trabajadora hoy pueden querer vivir a costa de ella” (p. 23). Luego, si las instituciones no expresan la vertebración de la nación trabajadora, entonces se necesita otro Estado, no ya anclado en los derechos individuales o en la libertad e igualdad de iure, sino uno tal que conjugue lo colectivo y la justicia. Aquí cobra relevancia el poder de lo instituyente en la Constitución suscrito por Lasalle. En efecto, “Lasalle asegura que la concepción de los trabajadores organizados es la verdadera concepción del Estado” (p. 28). El desplazamiento de sentido va de lo meramente individual a la articulación orgánica en la cual lo social y lo institucional sintonizan. El periplo de la línea europea se completa con Hermann Heller, donde los trabajadores son constitutivos de la nación y participan de ella en la medida en que, contra la lucha de clases, ella encarna la justicia social. Luego, los autores enlazan el desarrollo con América Latina, aclarando que “los procesos políticos latinoamericanos no son, nunca han sido, simple eco o mera resonancia de los imaginarios, conceptos e instituciones surgidas en el «viejo mundo»” (p. 31). Callegaro y Pinacchio se amparan en el enfoque inter-social de la historia conceptual que permitiría establecer un punto de partida verificable y abrir una pluralidad de contextos tempo-espaciales conectados por los anversos y reversos de la trama de un concepto.

Ahora bien, si la nación se erige en torno del trabajo, ¿qué lugar ocupan las clases ociosas? Del tema se ocupa Pablo Ignacio Chena en el último capítulo del libro. El término “clase ociosa” proviene del economista y sociólogo Thorstein Veblen, “retomando el clásico tópico socialista de las abejas y los zánganos” (p. 189). Continuando con el clásico desprecio hacia el trabajo manual, las clases ociosas se contraponen a las trabajadoras y encuentran su gloria en la guerra, en la política o en la religión, mientras viven de rentas. Chena se propone rastrear históricamente el avance de las clases ociosas en el capitalismo. Siguiendo a Marx, suscribe que originariamente el trabajo, aparte de la producción de objetos para la satisfacción de necesidades, significa también el reforzamiento del lazo social y de la lógica comunal, tal como se cristaliza en los rituales y fiestas, en un marco de relaciones familiares o gremiales. El capitalismo se presenta como todo lo contrario a la presupuesta comunidad originaria: la clave reside en la separación del trabajador de los medios de producción, con lo cual cambian las relaciones y se disuelve la sociedad en torno del trabajo, gestándose así la lucha de una clase contra otra. En esta perspectiva en que un sector se apropia de los medios de producción y otro queda en la cínica libertad de vender su fuerza de trabajo, el capitalismo no sólo nace con las manos manchadas de sangre, con robos y asesinatos incontenibles (y, agregamos aquí, con el reparto ominoso del mundo entero en sus fases colonial e imperialista), sino también como un sistema que garantiza permanentemente la succión voraz de los excedentes, aumentados hasta el infinito y a costa de la pérdida total de los trabajadores, y consolida el reposo sostenido de la clase ociosa. Chena afirma que, en sus diferentes versiones y dinámicas, el capitalismo siempre tiene como objetivo “único y central” el aumento de “la productividad y el excedente” (p. 195). Con ello, los talleres artesanales mutan en talleres industriales, perdiendo el control colectivo y las relaciones personales en la producción. Lo comunitario se convierte en relaciones de competencia. Mientras el capitalismo del siglo XVIII –la época de Smith y Ricardo– extrae plusvalor de la renta de la tierra y de la distribución de los ingresos entre capitalistas y obreros, en los siglos XIX y XX el capitalismo acelera la concentración en corporaciones y monopolios, en los que Chena destaca tres cambios: “1) el empresario es expropiado de su empresa por una burocracia corporativa de directores y gerentes; 2) el rentismo corporativo crece a la cima de la pirámide al tener la capacidad de formar los precios de mercado; 3) surge una planificación productiva global que incorpora una gran cantidad de intermediarios logísticos en el diseño de cadenas productivas transnacionales” (pp. 198-199).

El capitalismo contemporáneo monopólico-corporativo conlleva, del lado del empresario, la despersonalización, automatización y burocratización de la forma de producción (de la fábrica a la oficina), como si los monopolios cobraran vida propia e independiente; del lado del mercado, la capacidad de fijar los precios y eliminar competencias y, del lado de la producción, las cadenas de valor integradas con la exigencia de minimizar al ras los costos, colocando en competencia y estándares de eficiencia a todos los rincones del mercado mundial. El corolario de esta profunda mutación del capitalismo, en el último cuarto del siglo XX, significa según Chena el ascenso a la cima de la pirámide social del rentismo financiero, con sus acciones y bonos, viniendo a depredar una vez más a la clase trabajadora: “los aumentos exponenciales de ingresos que recibe la clase rentista financiera no están basados en los incrementos de la productividad laboral […], sino en el papel predatorio del capital financiero sobre los ingresos de la clase trabajadora” (p. 204). Con la financiarización tendríamos, entonces, la consumación suprema del dominio de la ociosidad.

Chena concluye con el desafío propositivo de sincronizar las dos velocidades de lo social: la aceleración de las innovaciones tecnológicas y la lentitud de las instituciones tradicionales. Pero a la vez reivindica la prioridad de la clase trabajadora y sus condiciones comunitarias de producción, tal como sucede con los movimientos sociales y la economía popular. Volver a las fuerzas del suelo. Allí está la dinámica y la posibilidad de transformar las instituciones, con un aspecto importantísimo, a saber, la reposición del poder instituyente y la reconfiguración del sentido común instituido, precisamente aquel que invirtió el sentido de la referencia de “clase ociosa” al modo de la ideología marxiana: el zángano llama zánganos justo a los exponentes de aquella clase de cuyo trabajo él vive y explota. Al igual que el ladrón que llama robo al cartoneo. Desinvertir el sentido común es la tarea, y así lo expresan Callegaro y Pinacchio en la introducción: “bien podría ser que la masa de sujetos desempleados o precarizados a los que constantemente se acusa de ser zánganos, míseros parásitos que viven a expensas del Estado, en realidad sean esas abejas que hacen florecer la vida social de la Nación, mientras que, en cambio, nuevas clases ociosas siguen extrayendo la miel del valor que aquéllas producen, sin aportar nada cierto o valioso a la construcción de lo común” (p. 18).

En el caso de Argentina, esta operatoria ideológica conduce irremisiblemente al fenómeno del peronismo. El capítulo de Ezequiel Pinacchio parte de la hipótesis de considerar la comunidad organizada como equivalente de la nación trabajadora, y de hallar en tal equiparación el nervio fontanal del peronismo. Para mostrar esto, analiza el contexto en el que se presenta la Constitución justicialista de 1949 y la lectura de Sampay sobre Alberdi, según la cual el problema del último radica en que presupone la bondad natural del ser humano y reduce a su mínima expresión al Estado, dejando así libres a las fuerzas sociales y económicas. Curiosamente, la misma crítica al liberalismo alberdiano se revierte como autocrítica del propio Sampay, por cuanto la Constitución justicialista no habría llevado hasta sus últimas consecuencias el poder político popular, ni tenido en cuenta suficientemente los factores de poder existentes. De todos modos, según Pinacchio, “el peronismo se cuenta entre los pocos y raros procesos que han intentado salvar el abismo entre la Constitución real y la Constitución formal, provocando ante todo la irrupción de las masas en la escena política” y colocando, además, “a los grupos de trabajadores en el centro del proyecto de integración nacional” (p. 154).

La centralidad de los trabajadores en el peronismo se visibiliza de muchas maneras: en el 17 de octubre, en las Veinte verdades, y en las palabras de Evita delimitando al pueblo frente a la oligarquía. El peronismo explicita el sentido integrador, moral, formativo, mediador y también vinculante, del trabajo. En efecto, prosigue Pinacchio, “el trabajo es concebido como un medio (aunque tal vez sea mejor decir una mediación, tanto material como espiritual), que le permite a los seres humanos llegar a ser lo que son” (p. 158). Basándose en la Comunidad organizada y en otros textos de Perón, el autor rastrea la centralidad del concepto de trabajo en el peronismo incluso antes de 1945. En este proceso se destaca una suerte de efervescencia, un emerger del poder instituyente que busca concretizar deseos y necesidades muy significativas e inmediatas que prácticamente revolucionan el mundo de los trabajadores. Por ende, al momento de institucionalizar los derechos en la Constitución ya se cuenta con todo un recorrido, y el trabajo se revela como la fuente de legitimidad de los derechos, ya no concebidos individualmente sino desde la eminencia de lo social, y lo mismo vale para la propiedad. Lo propio, contenido en lo común, implica una determinada visión de lo social, ya no como negación de lo individual, sino “como la más íntima condición de posibilidad de cualquier propiedad, o pertenencia” (p. 164). El peronismo recrea esta organicidad social comunitaria.

Ahora bien, Pinacchio insiste en la fórmula jurídica según la cual todo derecho supone como contracara inescindible la obligación, y el problema adviene y se acrecienta justo cuando se separan las dos instancias y alteran la relación entre persona y comunidad. Éste parece ser el dato de época para el autor, no sólo como un signo de las posiciones neo o ultra liberales, sino incluso para el difuso arco progresista “que, al exacerbar el derecho a tener derechos sobre la total relativización o descuido respecto de deberes y obligaciones, debilita la articulación” (p. 165), pues el individuo demandante (¿cómo no recordar aquí las figuras de la subjetividad de Habitar el Estado de Abad y Cantarelli?) se enfrenta y entrampa con el Estado insatisfactor en un juego de espejos y postergaciones compulsivas asimilable a la mala infinitud de Hegel. Sin duda, Pinacchio tiene un punto a favor en este señalamiento, y acompañamos plenamente su razonamiento. Luego agrega: “En tiempos como los nuestros, en los cuales el debate público parece limitarse a un raquítico dilema entre Estado y mercado, y en el cual se da muchas veces por descontado que el peronismo debería optar por el primero, sin siquiera revisar la pertinencia o significación del problema, puede ser útil volver sobre las fuentes” (p. 166). El pasaje resulta tan elíptico como polémico. Por un lado, el aspecto “raquítico” o maniqueo del debate actual podría ser atribuido al empobrecimiento conceptual del espacio público cooptado por la radicalización de soluciones mágicas, la posverdad o los algoritmos hiperideologizados; no obstante, no compartimos en absoluto la minimización del sentido de fondo, ni siquiera de su carácter dilemático, y no sólo para la escena local, sino también para la regional y mundial. Hoy más que nunca la disyunción principal es entre Estado y mercado. En este punto no caben las cavilaciones ni las sutilezas: el peronismo, o cualquier proyecto que aspire a representar lo nacional y lo popular, jamás debería prescindir ni minimizar la instancia estatal, ni atinar a modernizaciones o réplicas de modas que justo pretenden desnutrirla aún más. Todo lo cual no excluye, sino por el contrario, habilita el debate acerca de la modalización del Estado en el tiempo presente. Por otro lado, si la revisión del asunto, o su desbrozamiento más profundo hacia otras dimensiones no analizadas, se erige como puerta de entrada para presentar una recreación de la nación trabajadora o de la comunidad organizada, bienvenida sea y acordamos nuevamente, sin dejar de señalar que este paso saludable no requiere la cancelación del dilema, sino que simplemente cambia el foco.

Por cierto, volviendo a la ilación de Pinacchio y a las fuentes del peronismo, el concepto de Estado no aparece más que secundariamente y como un garante último. La centralidad del trabajo se corresponde con la comunidad, que se organiza desde la familia y la educación, y que se articula en tanto comunidad de comunidades en torno del sentido compartido que se transmite de generación en generación y que caracteriza a la denominada nación. Frente a las diferentes versiones del liberalismo que apuntan a la mera coexistencia de individuos en el espacio vacío de lo social, Pinacchio comprendería al peronismo como un fenómeno cultural que se entrama de manera singular en las modalidades de interacción y articulación de los múltiples ámbitos compartidos. En última instancia, el autor quiere enfatizar la relevancia de lo nacional, y en ello cifra la vitalidad del organicismo peronista, coherente con la tercera posición y el doble rechazo al estatalismo absorbente y al individualismo inconciliable. Pero el riesgo de inspirarse en tal vitalidad, más allá de los problemas de transposición y adaptación de un contexto a otro, consiste precisamente en subestimar la vocación por el Estado, celoso instrumento históricamente sirviente de las oligarquías tradicionales, y completamente apropiado y resignificado, llenado de color y de vitalidad, por parte del peronismo, quizás como nunca en la historia. Así como se eleva urgente la necesidad de reconstruir el tejido social y el vínculo cara a cara, el sentido de pertenencia y hasta los rituales otrora vergonzantes y hoy enorgullecientes (el mismo significante peronismo, con toda su liturgia, es prueba de ello en los últimos años), del mismo modo resulta fundamental llevar esa efervescencia instituyente y ennegrecer de igual a igual el raquítico Estado, concebido éste ya no como una cáscara vacía, ni como una fetichización exclusivamente al servicio de una determinada clase, sino como la cristalización objetiva –por ejemplo, en políticas públicas transformadoras, que retroalimentan la vitalidad instituyente– de la comunidad organizada.

Un último aspecto que encara el texto de Pinacchio y merece toda la atención. Si el principio de la nación trabajadora encuentra una genuina manifestación en el peronismo, en la Constitución real y en la comunidad organizada, y si en esta simbiosis está la llave de la reactivación cultural, entonces la dramática novedad del siglo XXI es aquella enorme parte que trabaja sin reconocimiento o de manera no-registrada. En el libro anteriormente reseñado aparecía como la fractura socioeconómica que la fase actual del capitalismo no va a absorber, sino sólo a parasitar informalmente, y en un futuro no muy lejano a prescindir de ella así como de tantos más. El número de este sector en la pandemia es: 11 millones. Y se pregunta el autor: “¿Cómo se llegó a este brutal desconocimiento de las condiciones en que vive nuestro pueblo? ¿Y cómo se puede gobernar, al margen de cuáles sean las intenciones o el programa, sobre la base de esta descomunal ignorancia de la Constitución real de la Nación?” (p. 169). Explorando un poco más los números, agrega que “esta parte del trabajo, que produce y sostiene en buena medida la vida en común, resulta sin embargo brutalmente ninguneada por el Estado” (p. 170). Y critica la pretensión de sustituir planes sociales por “trabajo genuino”, probablemente lamentando que con ello se dé por sentado y engrosado el sentido común (invertido) que supone que los trabajadores (planeros) no trabajan, estirando aún más la brecha de incomprensión de la realidad/verdad y el prejuicio de clase. Los verdaderos zánganos festejan que se acuse de ocioso a ese sector informal de la economía. No obstante, como observamos en el libro anterior, el poder popular se encarga de diferenciar y teorizar sobre este sujeto novedoso, lo cual muestra la vitalidad de la organización desde abajo. Coherentemente, Pinacchio subraya que hay aquí, en esta fractura abismal entre un Estado –o mejor, cierto gobierno timorato, dudoso y lánguido para dar respuesta– que desconoce el suelo en que se asienta, una Nación que no se está pensando a sí misma mediante el trabajo, lo cual aumenta la deformación y el peligro de incubar “un poder popular que crece al margen de las instituciones estatales, en desmedro de las partes y, por lo tanto, de todos”, y exhorta a la creación de imágenes y conceptos, a revitalizar las instituciones para reactivar la alianza de la nación real con el Estado, pero ahora mirándose cara a cara tal como son, y para que el último se reencuentre con “su más íntima razón de ser” (p. 170). El asunto, entonces, no era disolver la disyunción fundamental entre Estado y mercado, sino reactivar en y con el Estado los vínculos comunicantes que el mercado aspira a monopolizar; es decir, repensar el Estado desde las instancias sociales de organización que lo vitalizan y determinan su razón de ser, pues de lo contrario, tal como está sucediendo hoy, en estos lares y en otros, el mercado corroe el tejido, aísla, monetariza las relaciones e instrumenta las instituciones en términos de rédito predatorio y productividad. En este contexto, apostar nuevamente a la nación trabajadora, con las actualizaciones debidas y la consiguiente visibilización de los y las hasta ahora ninguneadxs (algo de lo cual el peronismo sabe bastante), se presenta como un camino necesario e imprescindible.



3. Ayni o Leviatán

Aunque a primera vista pareciera no teorizar sobre la coyuntura o sobre la economía, el libro de Diana Braceras está profundamente entrelazado con el presente y con los desafíos de un futuro no muy lejano. Se centra en un concepto clave de la tradición andina, el ayni, para perfilarlo ya desde el subtítulo como comunidad política en contraposición al monopolio del poder del Leviatán. El libro, que proviene de una tesis de maestría y constituye claramente un trabajo en proceso que requiere cierto cuidado de edición, se compone de diez capítulos y condensa un abanico variado de confluencias que van desde la historia conceptual (línea Duso), el psicoanálisis (Freud y Lacan), la sociología (Durkheim y Mauss), hasta el conocimiento de idiomas y el trabajo de campo con pueblos originarios, la historia argentina y la militancia peronista, así como ciertas referencias del pensamiento latinoamericano (Kusch, Dussel, Quijano, Rafael Bautista, García Linera, Rivera Cusicanqui, etc.). Más allá de estos aspectos, Braceras combina magistralmente su formación psicológica de base con la agudeza en la interpretación de lo artístico y lo simbólico, y el manejo de una multiplicidad de fuentes y recursos. De todos modos, el título del libro arroja un interrogante inmediato, que aquí duplicamos: ¿qué significa ayni, y por qué sería una clave fundamental para comprender el presente?

Ante todo, dilucidar y precisar rápidamente qué es ayni, como si se pudiera traducir en una palabra y listo, sería un procedimiento estrecho, simplificador y deformante. Ayni significa muchas cosas y, al mismo tiempo, se sustrae a la definición. Por consiguiente, el libro de Braceras resulta una larga exploración de esos múltiples significados que en parte se superponen y en parte se distinguen. En este sentido, el ayni se halla vinculado con el “subsuelo” (p. 4) como contracara de la Modernidad y su lógica civilizatoria, una contracara que se subleva en imágenes e íconos condensados que expresan una tradición ancestral milenaria, un saber convivir armonizando los opuestos con la forma lógica del “Tercero Incluido” (p. 10). El entramado del ayni manifiesta la existencia de una nación otra, la afirmación de la heterogeneidad constitutiva ya desde las entrañas de las comunidades indígenas y como un marco y una matriz colaborativa, recíprocamente articulada por un dar y devolver espontáneos y comprometedores, que lejos de ser extirpada se rehace en su otredad como resistencia y resurrección. Así, por ejemplo, la nación otra que enarbola la gesta independentista y que se cristaliza en el escudo, la moneda, las banderas o el himno, que se continúa con la Confederación y que sería derrotada por la lógica moderno-civilizatoria de la construcción oficial y desde arriba del Estado-nación en la segunda mitad del siglo XIX, no obstante revive con el Justicialismo. La premisa de Braceras sería que hay un sentido de justicia comunitaria que reconecta palingenésicamente en diferentes contextos históricos.

Más aún, la nación otra no se limita a los últimos dos siglos, sino que va más allá. De la colonia, por ejemplo, Braceras recupera las palabras del virrey Toledo en 1572, que son proféticas: “el recuerdo y la imagen del mundo incaico «vendrá a criar yerba de libertad». Dos siglos después, el científico Alexander von Humboldt escribía en sus memorias de viajes por América: «dondequiera que ha penetrado la lengua peruana, la esperanza de restauración de los incas ha dejado huellas en la memoria de los indígenas que guardan recuerdo de su historia nacional»” (p. 69). Las “yerbas de libertad” se erigen en insumo perenne para inspirar el levantamiento social, la esperanza de una restauración. De ahí que la violencia de la aculturación no le impida al exterminador virrey Toledo darse cuenta de su victoria pírrica. Si el pensamiento europeo concibe la causa sui y su secularización en “muerto el rey, viva el rey”, ¿por qué no comprende que en estas tierras el suelo cobra vida propia y la comunidad, aun aniquilada, se levanta una y otra vez? “Lo indígena y lo europeo” –prosigue la autora– “pervive a través de los siglos y las historias ‘nacionales’ en las disputas, en los símbolos e instituciones, alianzas y guerras continentales, hasta el presente”, por lo cual la remisión “a un pasado autóctono […] será un campo de batalla donde el antagonismo pervive, se oculta, se ignora o se reprime, a lo largo de la historia argentina y latinoamericana” (p. 70). Una vez más, las fuerzas del suelo.

Desde una perspectiva plástica, el ayni se simboliza con las manos cruzadas a la misma altura o en diferentes posiciones. “El ícono tiene una historia cercana a los cinco mil años de antigüedad, como símbolo sagrado, a lo largo de toda América. Los hallazgos arqueológicos en diversos soportes han concluido en considerar a las manos cruzadas como expresión telúrica recurrente en la paleo-semiótica andina” (p. 142). La imagen se repite en piedra, cerámica, tallados geográficos, dibujos y pinturas, y muestra la conexión entre dos manos, una que da y otra que recibe, pero en espejo –es decir, una palma hacia afuera y otra hacia adentro–, incluso desafiando la anatomía y, por ende, expresando que prevalece lo simbólico. Con las manos se refleja la simetría y reciprocidad de la relación. Al igual que otros conceptos fundamentales de la filosofía andina, como chakana y kipus, ayni simboliza el cruce, el anudamiento organizacional y convivencial que ordena y vincula. “El ayni se hace, es una práctica, o un régimen de distintas prácticas que tienen como matriz de pensamiento lo que se denomina el método yanan-tinkuy (complemento y proporcionalidad) o pensamiento paritario”, que supone como principio una dualidad complementaria cuyos elementos han de encontrarse y tratarse proporcionalmente, de modo que la convivencia, sostiene Braceras, “es el sumaq kawsay, vida de excelencia o vida virtuosa” (p. 148). El vivir bien o buen vivir concibe el mundo y la práctica como un entrelazamiento en reciprocidad de encuentros complementarios entre seres diferentes y opuestos. De ahí la autoridad compartida por parejas, y de ahí la cohesión interna del ayllu o comunidad. El ayni configura una práctica de compromiso y retroalimentación del lazo social, una fraternidad y sentido de pertenencia que permiten extender el apelativo de hermano/a a cualquier miembro de la comunidad, pues proviene de una misma ascendencia simbólica y de una memoria histórica común. Por tanto, el ayni “condensa ya de por sí todas las prácticas de colaboración, asistencia, regalos, esfuerzo conjunto de la comunidad, a la vez que consagra las prácticas rituales de contacto con lo sagrado, punto nodal de las dimensiones existenciales del ayllu” (p. 170).

Ahora bien, el ayni no está exento de complicaciones y eventuales conflictos. Así, por ejemplo, Braceras explicita dos tipos: “El [ayni] simétrico es el fundamental, implica la circulación de bienes, prestaciones y ofrendas, en cierto grado de simetría o equidad, entre personas o grupos. El ayni asimétrico refiere a una donación sin equivalencia, donde juega la jerarquía de las funciones. Se trata del don correspondiente a un ejercicio rotativo de la función o a situaciones específicas, como el caso de los regalos más abundantes y preciados con que un Inka colmaba a un jefe vencido. En este caso, el vencido es transformado en deudor, su rango es considerado inferior y se pone así en marcha el ciclo de prestaciones recíprocas” (p. 173). La reciprocidad simétrica se articula de manera horizontal y entre pares, y la asimétrica de manera vertical y apuntalando una jerarquía. Llevado hasta sus últimas consecuencias, el ayni involucra el universo entero. No sólo puede significar un favor o una colaboración, sino también una venganza, una reivindicación de un orden quebrado que tendrá que ser respondida proporcionalmente. Y al revés, el vencer no otorga poder absoluto, sino que el vencedor busca de algún modo la persuasión o compensación, pero con un compromiso obligado, sea éste aceptado o no por el vencido. De las dos formas, se intenta restituir un equilibrio que se considera fracturado y que debe restablecerse, una necesaria inclusión de la diferencia con todas las tensiones que traiga consigo y como convergencia que refiere a una unidad de fondo que sustenta la legitimidad. Tal equilibrio es, en última instancia, cósmico.

De acuerdo con el amplio estudio de Braceras, el ayni llega hasta al Estado ético-social de las reformas constitucionales del siglo XXI que consagran el buen vivir, se presenta en múltiples voces y fiestas populares, y en el lazo social comunitario concebido no ya como resultante de la interacción de individuos autosuficientes, sino como precediendo y posibilitando esa relación que termina de moldear la individualidad. Antes del individuo está el Nosotros, tan sencillo como el axioma que la autora toma de la investigación de Martha González Cochi: “«de una sola hebra no se logra nada», lo que significa que en la vida uno solo no puede construir nada, uno solo simplemente no existe, todo es complementario” (p. 185). El individuo nace y se desenvuelve dentro de un entramado de dones recíprocos no cuantificables ni utilitariamente calculables, pese a la exigencia presupuesta de proporcionalidad. La economía está atravesada por lo social, lo ético y lo metafísico, puesto que expone la simple comprensión de que la parte sin el todo de pertenencia perece. En efecto, entre los múltiples ejemplos de ayni que analiza Braceras llama la atención la equivalencia con el término eljata, que significa “alzar lo caído” (p. 195 n) y que se asocia con el préstamo y su consiguiente devolución. Aunque el ayni suele aparecer predominantemente como horizontalidad, en la medida en que ese horizonte va completándose en uno, también tiene un sentido vertical, el de la comunidad que contiene, y entonces tal verticalidad no siempre significa jerarquización o conflicto, sino que ciertamente puede indicar ayuda en una situación difícil, dar una mano, etc., como veremos en el escudo peronista.

Volvamos ahora a la ilación principal: si el ayni cristaliza otra manera de vincularse social y comunitariamente, entonces hay allí una nación otra que pervive desde costumbres y prácticas milenarias, se reactualiza mediante los símbolos, inspira los levantamientos en la colonia, la gesta independentista y la contracara de la Modernidad civilizatoria que construyó el Estado-nación oficial que Braceras concibe desde las teorías del derecho natural y del contrato social, principalmente Hobbes. En contraste, afirma: “proponemos el ayni como base de las prácticas de reciprocidad, complementariedad y solidaridad que sostienen la Justicia de las relaciones comunitarias […]. No se trata solo de ‘tener’ vínculos, se trata de la existencia misma, estamos constituidos por vínculos. El principio orgánico y biológico que estructura lo vivo implica que cada elemento existe por y para el otro, y ningún elemento puede comprenderse de manera aislada. La vida consiste en la organización compleja de la vida. Y nuestros pueblos aún lo saben” (p. 203). El sentido de “nuestros pueblos” opera como constante transhistórica y multiespacial que permite mancomunar a los originarios o indígenas, a los bárbaros salvajes o naturales, a la chusma, a los negros esclavizados “y [a] todas las gamas de colores del mestizaje, que también incluían los contingentes de inmigrantes”, esto es, el “aluvión zoológico” y los múltiples estratos de la “clase inferior” que tanto denuncia Arturo Jauretche, la “paleta cromática” que según la autora se ubica en las antípodas del “terrorismo étnico” o “terror a la diferencia” (p. 222). El presupuesto clave y jauretcheano consiste en neutralizar la visión unilateral, discriminatoria y homogeneizante de la autodenominada gente decente, esto es: la mirada desde arriba, y reivindicar la mirada desde abajo como un mestizaje contenedor y asentado en el ayni. Por ende, dado que en la sabiduría bien guardada de nuestros pueblos anida la nación otra, la del ayni, hay que pensar en consecuencia otro Estado como contracara del Leviatán.

Previamente a la deducción de un Estado otro a partir de la nación otra, encontramos un contrapunto de Braceras con Rita Segato que resulta muy significativo. Así lo presenta: “el gesto decididamente heroico de Segato, dando carnadura a las ‘formaciones nacionales de alteridad’, no logra superar ciertos límites ideológicos que, en general, ciegan a la izquierda nuestroamericana, excluyendo de sus análisis o despreciando el valor de la experiencia peronista en el devenir nacional” (p. 206). Por un lado, Braceras subraya y elogia en los trabajos de Segato la perspectiva de la nación otra; por otro, sostiene que se deja llevar por el modelo del Estado-nación dominante y minimiza o subestima las alteridades que pugnaron por realizar esa otredad y, en especial, el peronismo. En efecto, el peronismo sufrió todo tipo de consideraciones racistas (como “cabecitas negras”) que sintetizan en el color de piel al ser del interior, a la barbarie, a las montoneras, al gauchaje, a los negros, etc., y que dan cuenta de “la diversidad étnica de la nación” (p. 229). Entonces, aunque Segato admite la hegemonía no-suturada, la homogenización omnipresente, su institucionalización y consiguiente “terror étnico” (p. 213) o terror a la diferencia, la conducen a tomar la nación como la construcción y proyección que de ella hace la élite u oligarquía; es decir, según Braceras, Segato no ve más allá y culturaliza el concepto de nación de acuerdo con la visión oficial. Con una crítica jauretcheana, el asunto parece ser –para decirlo muy suavemente– la adopción automática de modelos foráneos incluso para la crítica, que de tanta repetición se torna mecánica. Desde luego, los pasajes son más contundentes y muy duros, exhortando a reivindicar la vitalidad de esa nación otra perseguida, proscrita y con tantas atrocidades sobre su carnadura. En última instancia, Braceras concluye que para Segato “la Nación no sería otra cosa que la sombra del Estado en manos de las élites políticas y culturales eurocéntricas que, genocidio mediante, se hicieron con el gobierno de la República” (p. 220). La linealidad de esta perspectiva unilateral conlleva reducir la nación a lo que la oligarquía quiso hacer de ella, como si lo hubiera logrado sin fisuras, fundiendo las razas en el crisol.

Sin embargo, ahí nomás está la alteridad, lo no-suturado que emerge y que permitiría ver las cosas a la inversa. Al igual que el mestizaje, el acrisolamiento presuntamente armónico se revierte en una paleta de colores y diversidades que afloran con toda su fuerza. Desde el fondo, el subsuelo de la patria, emerge y crece ese fenómeno tan particular, heredero y recreador del ayni, que es el peronismo. Según Braceras, la lógica del tercero incluido, la preponderancia del “nosotros” en las lenguas originarias, la ley de reciprocidad y hasta el entrelazamiento de manos, se condicen con el sentimiento de hermandad y de justicia social que se manifiestan incluso en el escudo peronista, donde la diagonal de las manos denota la conciliación de clases, dado que “la única clase que reconoce es la de ‘trabajador’” (p. 228). Al mismo tiempo, esta hermandad en diagonal significa, según un texto escolar de la época, la “mano del fuerte [que] se ofrece a la del desvalido” (p. 283). No se trata de una ayuda vertical que confirma los estratos jerárquicos, sino de una ayuda que en parte está a la par y en parte en una disparidad que, no obstante, sigue nutriéndose de la hermandad y revela precisamente que en la unidad se levanta el desvalido y se hace valer en un Nosotros común que pone de pie al subsuelo. Con una fuerte impronta kuscheana, lo maravilloso de Braceras reside en que conecta este pensar “en diagonal” –a nuestro entender, punto máximo de la especulación filosófica que profundiza y lleva hasta sus últimas consecuencias la comprensión de la reciprocidad en términos horizontal-verticales y organicistas– con “la sabiduría, la verdad y la justicia de la civilización andina” (p. 19).

Ahora bien, la posibilidad de revelar una nación otra en sintonía con un Estado otro en el razonamiento de Braceras marca una diferencia fundamental con la concepción de Segato y reside no sólo en valorizar el peronismo como un emergente cultural heterogéneo que desafía el poder establecido, sino también como efectiva desfetichización del Estado. En las varias páginas en que se desarrolla este áspero contrapunto, Braceras reconstruye la posición descolonial con cierto detalle, donde el Estado no suele contar con buena reputación en tanto se lo concibe únicamente como instrumento represivo de la clase dominante y como si la sociedad pudiera y debiera realmente vivir sin Estado. Esta idea de moda en los circuitos académicos eurocéntricos y poscoloniales del último cuarto del siglo pasado, traída sin crítica al contexto nuestroamericano, resulta muy peligrosa. El caso de Segato es un poco ambiguo, pues en algunos pasajes parece suscribir otro tipo de Estado. Más tajante sería el rechazo de Rivera Cusicanqui. Desde luego y sin ninguna duda, Braceras se distancia de esas posiciones. Para reconstruir un Estado acorde a la justicia, hay un fondo común que pervive transhistóricamente, la nación justa. Es el kuscheano “estar siendo un Pueblo cuando compartimos el mate o el tereré, el asado o su sinécdoque el choripán. Fiesta u homenaje ‘ahora y siempre’”; es la fiesta del mestizaje, que tierra adentro conecta “con el indio que aún canta en sus tonadas provincianas, sus lenguas híbridas qheshwas y guaraníticas, y el amor a las danzas y los cantos compartidos que abrazan a África en sus ritmos folclóricos, tanto como a los hijos hambrientos de la Europa que no encontraron aquí murallas a sus miserias y súplicas” (p. 257).

Frente a esta organicidad de base, se necesita otro Estado. Según Braceras, tal Estado otro se asienta en el ayni y se contrapone al Leviatán. El último capítulo del libro se titula precisamente “Estado en construcción: manos a la obra” (p. 266). Con mucho tino, toma un pasaje de Francesco Callegaro que reza así: “Acostumbrados a vivir en sociedades con Estado, hemos perdido conciencia de la contingencia del gran Dios mortal: imaginamos que es del orden del ser, mientras que es del orden del estar […]. El Estado, lo hicimos y lo seguimos haciendo, si nos damos los medios para entenderlo como una institución social viva” (p. 268). La autora prosigue con la crítica a Hobbes, centrada en la cuestión de la justicia y/o legitimidad del Leviatán, y analiza con detalle la famosa imagen del libro. En este punto, cita un pasaje en el que Hobbes afirma que los pueblos salvajes de América viven realmente “en ese bestial estado [de naturaleza]” (p. 272). Pero el contexto de la cita resulta más que oscilante, porque allí Hobbes sostiene, por un lado, el carácter hipotético del estado de naturaleza, que perfectamente puede no haber existido nunca y, por otro, la inminencia del mismo, dado que todo Estado no-leviatánico está al borde de la guerra civil. De todos modos, si frente a la guerra de todos contra todos hay otras formas de sociabilidad y comunidad, y si lo político no concierne únicamente a las instituciones, que además son lo que hacemos con o lo que dejamos hacer en ellas, sino a la organicidad del ayni, entonces otro tipo de organización es posible y necesario. Así, por ejemplo, los preceptos de la comunidad andina de “Trabajar, decir la Verdad y ser Honrado” (p. 274), o la responsabilidad compartida y las autoridades revocables, son muestras de aquello que diferencia la interacción y el vínculo en la comunidad nuestroamericana: la honestidad y la transparencia o coherencia entre lo dicho y lo hecho, mientras la Modernidad occidental fomenta el desdoblamiento entre apariencia y esencia, o entre lo externo y lo interno. En Hobbes, como en Descartes, el engaño –o lo que parece– juega un rol fundamental. En estas tierras esa traición resulta incomprensible.

Más allá del contrapunto, Braceras retoma un momento crucial de la historia reciente: el 2001. En ese desfondamiento del Estado surge la posibilidad de construir otro Estado (Lewkowicz), que la autora no duda en caracterizar con los principios del peronismo: justicia social, independencia económica y soberanía política. Y con el pueblo en el centro. Entre pasajes de Perón y Sampay, en los cuales la justicia se condice con la legitimidad y donde ese otro Estado se vitaliza con el involucramiento de la comunidad organizada, la cifra del enlace ayni-peronismo se puede resumir en las palabras de Evita sobre la “virtud fundamental del peronismo: el peronista nunca dice ‘yo’. El peronista dice ‘nosotros’” (p. 293). Ahí, en el nosotros, están siendo las fuerzas del suelo.