El peso del pensamiento: Debates fenomenológicos en torno al dualismo y la depresión

The Weight of Thought: Phenomenological Debates on Dualism and Depression


Renata Prati

(Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Universidad de Buenos Aires - Argentina)

Recibido el 19 de octubre de 2021 – Aceptado el 2 de agosto de 2022


Resumen

En los últimos años, en territorios muy diversos de la filosofía y las humanidades, se ha vuelto a plantear, con ímpetu renovado, el problema del “sentir” en términos no dualistas. En este marco, los fenomenólogos Matthew Ratcliffe y Thomas Fuchs –entre otrxs– se han abocado al problema de la depresión, avanzando hacia una comprensión más profunda de lo anímico y lo afectivo de un modo que le debe mucho a Merleau-Ponty y su trabajo sobre el problema del cuerpo y los sentimientos. Sin embargo, en la medida en que estos autores suelen refrendar las definiciones vigentes de la psiquiatría convencional, tomándolas como punto de partida, terminan traicionando lo que es, a mi entender, la riqueza principal del enfoque fenomenológico de raigambre merleau-pontiana: entender a los sentimientos no como estados internos al sujeto, ubicados en su mente (ni en su cerebro-mente), sino como siempre situados en un mundo, que se nos revela como un mundo con sentido según nuestra existencia, experiencia y orientación corporales. Retomando también los aportes del giro afectivo crítico –con autorxs como Sara Ahmed y Ann Cvetkovich–, este artículo se propone pensar la depresión no en los términos de una fenomenología de la enfermedad, sino en el marco de una fenomenología del sentir.


PALABRAS CLAVE

Depresión - Afecto - Dualismo - Cuerpo


Abstract

In the last few years, in very different areas of philosophy and the humanities, the problem of “feeling” and its challenges to the mind-body dualism have regained salience. Contemporary phenomenologists Matthew Ratcliffe and Thomas Fuchs –among others– have taken up the problem of depression, making significant advances towards a deeper understanding of mood and affect in a vein that owes a great deal to Merleau-Ponty’s work on the body and on feelings. However, in so far as they endorse current psychiatric definitions of mental disorder –which they take as their starting point–, they end up betraying what constitutes, in my view, the major strength of the phenomenological approach in a Merleau-Pontian vein: understanding feeling not as internal states located within the subject’s mind (or brain), but as always set in a world, a world that discloses as meaningful only according to our embodied existence, experience and orientation. Drawing as well on contributions from the critical affective turn –with authors such as Sara Ahmed and Ann Cvetkovich–, this paper aims to think depression not in terms of a phenomenology of illness, but as part of a phenomenology of feeling.


KEY WORDS

Depression - Affect - Dualism - Body


BiografĂ­a

Renata Prati es Licenciada en Filosofía y Especialista en Traducción Literaria por la Universidad de Buenos Aires. Actualmente realiza su doctorado en Filosofía en la misma universidad, con una beca doctoral de CONICET (2018-2023). Ha publicado artículos y reseñas en medios y revistas especializadas, y ha realizado traducciones de libros, capítulos de libros y artículos desde el inglés, el francés y el italiano.




“He experimentado el dolor en todas sus formas: abdominal, físico y climático. Y los tres a la vez: meteórico. Dolor todopoderoso”.

Almudena Sánchez, Fármaco[1]


“El «sentir» ha vuelto a ser para nosotros un problema”, escribía hacia 1945 Maurice Merleau-Ponty en la introducción a su Fenomenología de la percepción.[2] Hoy, más de siete décadas después, el sentir se ha convertido nuevamente en un problema, una pregunta abierta. Con una fuerza especial desde las décadas de 1980 y 1990, se ha ido configurando en el campo de las humanidades y las ciencias sociales, pero también en el marco de las ciencias de la vida, un espacio interdisciplinario de reflexión sobre los afectos, los sentimientos y las emociones, en donde el sentido del sentir vuelve a plantearse como una pregunta apremiante y prometedora. Hoy, como en los tiempos de Merleau-Ponty, el sentir parece ofrecer la posibilidad de pensar sin binarismos: como escribe Ann Cvetkovich, el “sentir” (feeling) aparece como “otro nombre para la inseparabilidad entre cuerpo y mente”.[3] En estas páginas, me propongo explorar una vía por la cual el pensamiento contemporáneo ha vuelto a hacer del “sentir” un problema y una promesa, en un contexto y con objetivos diferentes a los de Merleau-Ponty, pero también, en ciertos aspectos, siguiendo sus huellas.

En varios puntos del amplio y heterogéneo “giro afectivo” es posible reconocer un interés marcado en la pregunta por la experiencia afectiva, pregunta decididamente fenomenológica. Y, en efecto, también la fenomenología contemporánea participa de este nuevo clima de pensamiento, aun si –como se verá más adelante– no dialogue por igual con todas sus corrientes. También la fenomenología acusa su propio giro hacia el afecto, y estas páginas abordan una de estas vueltas: el incipiente trabajo fenomenológico sobre la depresión, un problema cada vez más destacado tanto dentro como fuera de la academia. Ahora bien, conviene aclararlo desde el principio: el foco de este artículo, su marco principal de discusión, no es la tradición y el método de la fenomenología. No está escrito ni desde la fenomenología ni para la fenomenología. El problema central de este artículo es la depresión.

En su comprensión corriente, la depresión es un problema en el sentido más fuerte de la palabra: no es, en verdad, tanto un afecto como una afección, una enfermedad, y una enfermedad “mental”, no somática (incluso si, en el paradigma biomédico, lo mental queda cada vez más pegado a lo neurológico, el dualismo entre mente y soma insiste), tanto en el nivel de la nosología como en el sentido común. No siempre es fácil hablar de depresión, lo cual seguramente incida también en lo difícil que resulta elaborarla filosóficamente. En principio, no es algo de lo que se hable abiertamente: la depresión no tiene buena prensa. En los círculos cotidianos y en los medios, una depresión sigue siendo incluso algo que se “confiesa”; quien la confiesa se expone, por lo general y en el mejor de los casos, a silencios incómodos y miradas compasivas y extrañadas. Por otro lado, la depresión implica una buena cuota de dolor, y el dolor es especialmente hábil para desafiar a las palabras, aun para jaquearlas. Aquí me gustaría, sin embargo, explorar una tercera posibilidad, una razón adicional (sin invalidar las anteriores) para empezar a comprender por qué resulta tan difícil hablar de la depresión: tal vez, en parte, sea difícil ponerla en palabras porque la depresión pone en juego experiencias que se apartan de los conceptos y los guiones habituales con los que estructuramos nuestra comprensión de la realidad. En concreto, la posibilidad que me gustaría explorar es que tal vez ciertas experiencias típicamente asociadas con la depresión son capaces de desafiar nuestras nociones más asentadas sobre lo que es tener un cuerpo, sobre cómo se siente habitar el mundo.

En los últimos años, fenomenólogxs como Thomas Fuchs, Matthew Ratcliffe, Patrick Seniuk y Fredrik Svenaeus, entre otrxs, se han ocupado de interrogar y elaborar fenomenológicamente la experiencia de la depresión. En sus escritos, suele aparecer la voluntad de que sus enfoques fenomenológicos contribuyan a un debate más amplio: es en ese espíritu que emprendo este trabajo. Para las preguntas que me animan, son aportes tremendamente valiosos: han vuelto a plantear, con ímpetu renovado, el problema del “sentir” en términos no dualistas, en términos que permiten trascender el dualismo entre mente y cuerpo, sensación y sentimiento, sujeto y mundo. Sin embargo, desde el momento en que toman como un punto de partida, sin cuestionarla, la definición habitual de la depresión como condición patológica (esto es, desde el momento en que entienden como premisa lo que debiera ser parte de las preguntas), también falsean lo que constituye, a mi juicio, la potencia crucial de su misma apuesta, la principal riqueza tanto del enfoque fenomenológico merleau-pontiano como de gran parte del giro afectivo crítico contemporáneo.


Maneras de ser cuerpo

En las últimas décadas, la depresión ha llegado a ser un fenómeno sumamente difundido, complejo y controvertido. Definida como un “trastorno mental frecuente” por la Organización Mundial de la Salud, en consonancia con los lineamientos del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) –a veces llamado la “biblia” de la psiquiatría estadounidense (globalizada), que ya va por su quinta edición–, la depresión, sin embargo, pone continuamente a prueba, y en jaque incluso, los lineamientos clínicos con los que se pretende comprenderla y contenerla. En parte, al menos, esto se debe a que la depresión se juega de lleno en el espinoso terreno del sentimiento, el afecto o el estado de ánimo,[4] donde resulta irreductible el registro de la experiencia, difícil de conciliar con los presupuestos biológicos no siempre explicitados de la psiquiatría contemporánea.

A diferencia de otras perspectivas muy difundidas, como las teorías (y terapias) cognitivo-conductuales, los discursos de autoayuda e incluso, tal vez, ciertos abordajes menos populares del psicoanálisis y las ciencias sociales, el enfoque fenomenológico conlleva la ventaja de enfatizar la experiencia vivida de la depresión, la dimensión fundamental de cómo se siente deprimirse, y de este modo habilita además que se escuchen las voces de quienes han vivido en carne propia la depresión. Esta reivindicación de la experiencia aparece explicitada en muchos de los abordajes fenomenológicos contemporáneos: según Patrick Seniuk, por ejemplo, la fenomenología tiene valiosos aportes que hacer al debate sobre la depresión puesto que, a diferencia de la psiquiatría y otros enfoques clínicos, “nos permite explorar cómo se vive la depresión, independientemente de por qué se la vive”.[5] Pero, además, los enfoques fenomenológicos tienen el acierto adicional de enfatizar la experiencia corporal y encarnada de la depresión, que también suele quedar marginada en la noción de sentido común de la depresión como trastorno mental, esto es, como un problema circunscripto o bien al fuero interno e inmaterial de los pensamientos y los sentimientos, o bien –en la perspectiva de la psiquiatría biológica– al terreno físico del cerebro, su estructura y sus procesos químicos (esto es, en términos fenomenológicos, al plano del cuerpo objetivo, no del cuerpo vivido). En otras palabras, frente a la comprensión habitual de la depresión como un problema únicamente psicológico (“de la cabeza”), ciertas corrientes de la fenomenología permiten pensar las dimensiones corporales de este malestar; y, frente a la perspectiva de la psiquiatría biológica que entiende los trastornos mentales como en última instancia neuroquímicos (“del cerebro”), un enfoque fenomenológico permite recuperar sus aspectos de experiencia no solo corporal, sino encarnada.[6] 

Estos aportes resultan necesarios porque, en verdad, la noción corriente de la depresión no le hace nada de justicia a la experiencia compleja, heterogénea y desconcertante de la depresión, a las sensaciones y sentimientos diversos, profundos, absurdos que conlleva deprimirse y que pueden encontrarse reflejados en múltiples memorias, testimonios, relatos y ensayos en primera persona.[7] La insistencia obstinada del pensamiento negativo nos inunda, como aire viciado, nos paraliza y nos aplasta, como si la fuerza de gravedad se hubiera quintuplicado de repente, solo para nosotrxs. El azote de los recuerdos, las pérdidas y las culpas, el desfile de tantas frases y palabras dolorosas que se nos han quedado clavadas en el flujo de la conciencia –que lejos de fluir pareciera un disco rayado– tienen efectos muy reales en todo nuestro cuerpo: se nos cierra la garganta, se nos hunde el pecho, las contracturas puntúan la espalda, el estómago se cierra o se llena de piedras, las piernas se nos vuelven ajenas, a todas luces incapaces de llevarnos a ninguna parte. En la depresión, percibimos con claridad que el pensamiento pesa, y que esta no es una mera metáfora (aunque, en el fondo, quizá ninguna metáfora sea una mera metáfora). Como observa la filósofa neerlandesa Eva Meijer, en la experiencia de la depresión “las distinciones cartesianas entre cuerpo y mente se revelan insostenibles”.[8] Meijer articula esta idea haciendo referencia al trabajo de un fenomenólogo contemporáneo, Kevin Aho,[9] así como también a nociones más generales de Merleau-Ponty. En efecto, si se trata de explorar las dimensiones corporales de la experiencia afectiva para discutir la herencia del dualismo en el sentido común y las prácticas médicas, lo cierto es que la tradición fenomenológica, y particularmente la merleau-pontiana, ofrece en principio un campo fértil para la reflexión.

Hay un patrón sugerente en la producción fenomenológica contemporánea: al abordar el problema de los afectos en general y de la depresión en particular, varixs autorxs explicitan sus relaciones con el antiguo problema filosófico del dualismo. Un consenso fundamental entre Aho, Fuchs, Ratcliffe, Seniuk y Svenaeus es que ni los afectos ni sus trastornos son fenómenos puramente mentales, como tampoco son únicamente neurológicos, físicos: no pueden quedar de ninguno de los dos lados de la división tradicional, porque no están en los individuos sino en su relación con el mundo vivido. Como argumenta Fuchs, los fenómenos afectivos (que aquí entiendo en un sentido amplio, un término paraguas que abarca afectos, humores, emociones, sentimientos) suelen ser concebidos, por herencia platónica y cartesiana,[10] como fenómenos “mentales” y privados, situados en el interior de la psique, pero que son en realidad “modos encarnados de sintonizar y comprometerse con el mundo vivido”.[11] Del mismo modo, tampoco la enfermedad mental es puramente “mental”, sino que compromete a la totalidad del sujeto como ser-en-el-mundo, como ser-del-mundo.[12] En otras palabras, aquí se ve la interrelación crucial entre los problemas filosóficos del dualismo entre cuerpo y mente, por un lado, y la propiedad de los sentimientos y sus trastornos, por el otro. Esta comprensión robusta de los fenómenos afectivos, que pone en jaque tanto el dualismo como la propiedad, enriquece enormemente la comprensión habitual de la depresión en cuanto trastorno afectivo o del estado de ánimo, situado dentro del individuo. Desde luego, esta comprensión le debe mucho a la noción heideggeriana de Stimmung como modo de estar en el mundo, sobre todo a partir de la influyente reelaboración en términos de “sentimientos existenciales” que propuso Matthew Ratcliffe en su libro de 2008, Feelings of Being,[13] pero también se la podría vincular con el llamado merleau-pontiano a “situar la emoción en el ser-del-mundo”.[14] Como analiza Ariela Battán, en su reflexión sobre lo afectivo Merleau-Ponty opera un desplazamiento desde la pregunta por el “qué es” hacia la cuestión de “dónde está”, para responder que las emociones no están ni adentro del sujeto ni afuera, en el mundo o la materia, sino en la relación; no son “hechos psíquicos escondidos” sino estilos visibles de comportamiento, que llegan a conformarse, a instituirse, solo al calor del vínculo social y la densidad de la historia.[15]

A partir de esta comprensión más rica de lo afectivo, estos nuevos fenomenólogos buscan desplegar una descripción y una definición más precisas de la experiencia depresiva. En este primer apartado, me detendré en un planteo que articulan, de manera bastante similar, Thomas Fuchs y Fredrik Svenaeus, y que ha dejado una marca importante en el debate fenomenológico contemporáneo sobre la depresión. Además, dado que su propuesta pone en el centro al cuerpo vivido, nos permite entrar de manera directa a la discusión sobre el dualismo entre mente y cuerpo. Se trata de la tesis según la cual la depresión es una experiencia de reificación del cuerpo vivido, de pérdida de la capacidad del cuerpo vivido de sintonizar (Fuchs) o de resonar (Svenaeus) con el mundo que habita. En el artículo de Fuchs, “Corporealized Bodies and Disembodied Minds”, de 2005, citado luego por Svenaeus (y, de hecho, por el resto de los fenomenólogos contemporáneos mencionados aquí), el argumento es el siguiente: en casos graves de depresión (lo que, siguiendo la clasificación psiquiátrica establecida, Fuchs nombra como “depresión melancólica” o directamente “melancolía”), el cuerpo pierde “la ligereza, la fluidez, la movilidad”.[16] Deja de sentirse como cuerpo vivido (Leib, lived body), deja de conectarnos con el mundo como lo hace habitualmente el cuerpo vivido, y pasa a primer plano su materialidad. En la depresión, el cuerpo vivido se reifica o “corporifica” (en un matiz intraducible, el body deviene corporealized): se vuelve ajeno y pesado, su dimensión física (de Körper) se hace conspicua, y empieza a parecerse cada vez más, dice Fuchs, a un cadáver (corpse). El cuerpo ya no abre el acceso al mundo, sino que lo bloquea; pierde su transparencia de medio, de intermediario, para erigirse en cambio en un obstáculo entre el mundo y el sujeto. Así, concluye Fuchs, la persona deprimida “colapsa” dentro de su propio cuerpo reificado, se identifica completamente con él, en un estado egocéntrico, en lugar de poder “trascenderlo”, que es, dice Fuchs, lo que normalmente hacemos, lo que normalmente el cuerpo mismo en cuanto mediador nos permite hacer. Como resume luego Svenaeus, esta reificación, esta pérdida de sintonía o resonancia, hace que la persona deprimida “ya no sea capaz de responder al llamado del mundo”.[17]

Notemos, sin embargo, que en este esquema la depresión no es una experiencia que desbarate el dualismo, sino todo lo contrario: en la experiencia patológica de la depresión aparecería rota la unión que se vive en la experiencia sana o normal, de modo que la experiencia de la depresión presentaría una apariencia de dualismo. La reificación del cuerpo vivido implica también una enajenación del cuerpo, que ya no se viviría como propio, y un aislamiento incluso del mundo habitado: la depresión plantearía un quiebre del ser-en-el-mundo en el que, como dice Merleau-Ponty, se funda y se realiza “la unión de lo «físico» y lo «psíquico»”.[18] La depresión, en esta hipótesis, no es entonces una manera de estar en el mundo, sino un caso (patológico) de desintonizarse (detunement, Verstimmung) de él.[19] Esta manera de conceptualizar la depresión tiene, por lo demás, antecedentes importantes en ciertas indicaciones merleau-pontianas sobre la enfermedad como experiencia en la que “el cuerpo hace pantalla entre nosotros y las cosas”.[20] En la enfermedad, en el dolor y, según Fuchs y Svenaeus, también en la depresión, el “yo puedo” corporal se trastoca en un “no puedo” y así el cuerpo se vuelve un obstáculo, se me aparece “como cosa”.[21] En suma, la depresión sería en este sentido una instancia de lo que Merleau-Ponty llamaría “verdad del dualismo”,[22] y no, como aventuraba más arriba, su puesta en jaque.

Así y todo, no quisiera renunciar tan pronto a esa intuición inicial. Antes de explorar –en el siguiente apartado– una manera alternativa de comprender la experiencia de la depresión, quisiera ensayar dos posibles críticas a la hipótesis de Fuchs y Svenaeus. Por un lado, como señala Seniuk en su tesis doctoral, es problemático postular sin más la pérdida de la resonancia corporal, como lo hace Fuchs, ya que no se entiende cómo esa persona seguiría teniendo un mundo, habitando un mundo.[23] Aun si, “continuando” el análisis de Fuchs, Svenaeus agrega que “el cuerpo vivido puede no solo vaciarse de resonancia sino también sintonizarse de manera diferente, en el sentido de volverse más o menos sensible a determinados humores”,[24] siguen sin ser claros el sentido y el alcance de esa pérdida, ese vacío o quiebre del ser-en-el-mundo que, según ambos, produce la depresión. Para Fuchs, la persona deprimida “colapsa dentro […] de su propio cuerpo sólido, material”;[25] sin embargo, romper todo lazo con el mundo equivaldría a dejar de existir, por lo que, como escribía Merleau-Ponty, “incluso apartado del circuito de la existencia, el cuerpo no cae nunca del todo en sí mismo”.[26] Lo que falta, en suma, es un reconocimiento del hecho de que, desde una perspectiva merleau-pontiana, también la enfermedad es “una forma de existencia completa”,[27] un modo de estar en el mundo, de ser-del-mundo. Volveré más adelante sobre las dificultades que acarrea, a mi entender, todo este vocabulario de la pérdida.

Por otro lado, en el esquema de Fuchs y Svenaeus, gran parte del peso de la argumentación recae en el rol mediador del cuerpo vivido, ese que, en la experiencia habitual, normal o “sana”, retrocede al fondo de la conciencia y pasa casi del todo desapercibido. Este silencio del cuerpo en su rol mediador en la experiencia cotidiana aparecía ya, por supuesto, en la fenomenología merleau-pontiana: “El cuerpo es nuestro medio general de poseer un mundo”.[28] A mi juicio, sin embargo, el planteo de Fuchs y Svenaeus exagera la transparencia del cuerpo como mediador en la experiencia normal. El cuerpo no es un simple intermediario, un puro médium, y su salud no se mide solo en función de su invisibilidad, de su capacidad para olvidarse de sí y sintonizarnos con un mundo externo: no solo porque, como observa Ratcliffe, no todos los casos de opacidad de la carne son negativos –muchas experiencias de placer dependen en efecto de un protagonismo del cuerpo–,[29] sino también, y de modo crucial, porque una cierta opacidad es en última instancia irreductible. Aun cuando no lo notemos, el cuerpo está todo el tiempo ahí, dándole forma a nuestro estar en el mundo, produciendo sentido: nunca es un vehículo transparente, que no deje sus huellas en lo que supuestamente transporta. En el mejor de los casos, el cuerpo no es sino un vidrio coloreado, que produce sentido al mediar.[30] Que sea invisible para la conciencia –como sostiene Merleau-Ponty, de forma clave, desde luego: la invisibilidad es una de las cualidades fundamentales del cuerpo vivido– no quiere decir que sea transparente o que no la moldee. Al contrario: es testimonio del carácter íntimo de su interacción. Si cabe y si sirve pensarlo como “medio”, como nuestra ventana al mundo que, en ciertos casos, puede convertirse en pantalla y separarnos de él, es importante también tomar conciencia de los límites de esta metáfora, que sigue suponiendo entidades separadas: yo, mi cuerpo, el mundo ahí afuera.

Y es que, en el fondo, decir que poseemos el mundo, que es el cuerpo el que nos sintoniza con él, como si fuéramos algo distinto de uno y otro, son solo maneras parciales de describir nuestra relación con el mundo, nuestro modo encarnado de habitarlo y formar parte de él. Como subraya Seniuk, no se trata tanto de sintonía como de saturación: “En lugar de sintonizarnos con el humor o la atmósfera, Merleau-Ponty ve la existencia encarnada como atravesada de afecto, saturada de sentido”.[31] Desde ya que la depresión incluye experiencias de “no puedo”, de pesadez, de enajenación; ahora bien, como intento argumentar en estas páginas, conceptualizar esas experiencias como una cosificación del cuerpo vivido equivale a falsear la comprensión merleau-pontiana de los fenómenos afectivos como modos de ser-del-mundo. Y es ahí mismo, en esa comprensión, donde radica, a mi entender, la razón por la que los fenómenos afectivos (como la experiencia de la depresión) desbaratan el dualismo cartesiano entre mente y cuerpo: las experiencias afectivas nos invitan a reconocer que, como sostuvo Merleau-Ponty, el cuerpo es productor de sentido, que las fronteras entre lo sensible y lo inteligible son, en el fondo, caprichosas, porque somos cuerpo y nuestra carne es la misma que la del mundo. Esta es la apuesta crucial del presente artículo. Sin embargo, al comprender la depresión no como una manera de ser cuerpo y habitar el mundo, sino como una avería en el cuerpo vivido y un quiebre del ser-en-el-mundo, creo que el enfoque de Fuchs y Svenaeus, en lugar de “dejar hablar a la depresión”,[32] más bien la silencia, descartando sus mensajes como síntoma o mero ruido, puro parloteo patológico.


El quicio del mundo

En el apartado anterior, la pregunta por el dualismo entre cuerpo y mente en la experiencia afectiva de la depresión nos llevó a considerar los fenómenos afectivos como modos de ser-del-mundo. Si, para el sentido común y para el paradigma médico psiquiátrico, los trastornos mentales son problemas del individuo, las perspectivas fenomenológicas analizadas aquí defienden en cambio la necesidad de entenderlos no como entidades ubicadas en un supuesto interior de la persona, sino como variaciones o disrupciones de su relación con el mundo. En este apartado, entonces, cabe llevar el foco a esa relación con el mundo que, evidentemente, la fenomenología merleau-pontiana plantea en términos muy diferentes de los del DSM.

Muchas de las recientes investigaciones fenomenológicas sobre la depresión parten, en consonancia con esta comprensión, de la pregunta por los tipos de experiencia del mundo que la caracterizan y, en este punto, suele imponerse la idea de que la depresión aísla, aliena del mundo. Recurriendo una vez más a relatos y testimonios literarios y autobiográficos, estos autores presentan a la depresión como una experiencia de dolorosa soledad. La persona deprimida se siente encerrada en su depresión como en una celda o una “campana de cristal” (en efecto, casi todos los trabajos citan la novela de Sylvia Plath), y el mundo se le aparece como irremediablemente fuera de su alcance, desprovisto de todo sentido y valor. Como en el clásico grabado de Durero sobre la melancolía, la persona deprimida pierde todo interés en lo que de costumbre la mantenía ocupada y motivada, y los útiles y los símbolos de una vida atareada y plena de sentido quedan tirados en el suelo, inertes, incapaces de despertar su interés.

Este es el argumento de base que Matthew Ratcliffe despliega en su libro Experiences of Depression, el estudio fenomenológico más comprehensivo hasta la fecha: las experiencias de depresión “difieren radicalmente” de la experiencia cotidiana, sostiene Ratcliffe, al punto que las personas deprimidas habitan de alguna manera un mundo diferente.[33] Este es el “mundo de la depresión” que los capítulos centrales del libro buscan describir, deteniéndose en sus distintos aspectos: las alteraciones en la experiencia corporal, la pérdida de esperanza, los sentimientos de culpa, el sentido limitado de la agencia, la experiencia alterada del tiempo, la sensación de aislamiento e incomprensión con respecto a las demás personas. La tesis general de Ratcliffe es que la depresión “implica un cambio en los tipos de posibilidades que se experimentan como parte integral del mundo y, con ello, un cambio en la estructura de la propia relación general con el mundo”.[34] En sus términos, la depresión conlleva una alteración en el nivel de lo que llama los sentimientos existenciales o preintencionales, en los que se juegan los modos de estar en el mundo: “los cambios en el sentimiento existencial […] son movimientos en los tipos de posibilidad que la experiencia incorpora”, “en los tipos de posibilidad a los que la persona es receptiva”.[35] Para Ratcliffe, sin embargo, el mundo de la depresión no solo es un mundo diferente del habitual, es también un trastorno o una perturbación del mundo habitual, una separación profunda con respecto a la experiencia “sana” del mundo. La depresión, en suma, es en esta perspectiva una perturbación en el nivel de nuestro vínculo más general con el mundo, en el espacio más básico de posibilidades que habitamos; la sensación de encierro que caracteriza a la experiencia de la depresión puede describirse así, según Ratcliffe, en términos de un mundo “privado de toda posibilidad de cambio”.[36]

Los abordajes de la depresión que despliega Patrick Seniuk, tanto en The Phenomenology of Depression, su tesis de maestría, como en Encountering Depression In-Depth, su tesis doctoral, son a grandes rasgos coherentes con la propuesta de Ratcliffe. Hay diferencias en la argumentación y en la terminología de las dos tesis, así como hay diferencias en relación con el esquema de Ratcliffe; sin embargo, estos enfoques comparten en general la convicción de que “la experiencia deprimida se caracteriza principalmente por un cambio del modo en que las cosas del mundo se destacan como significativas”.[37] Para los fines de este trabajo, además, las propuestas de Seniuk resultan particularmente provechosas ya que recurren de manera explícita a la fenomenología de Merleau-Ponty para argumentar que la experiencia subjetiva de la depresión, en cuanto modo de ser-en-el-mundo, no puede comprenderse prescindiendo de la corporalidad. Así, la pérdida de posibilidades existenciales es una pérdida de posibilidades ante todo prácticas y encarnadas, un estrechamiento, un bloqueo o una reestructuración del espacio vivido.[38] En la depresión, dice Seniuk, las cosas del mundo pierden su sentido y su relevancia (salience), porque se disuelve o se debilita el arco intencional que nos unía a ellas y en función de ello el espacio que habitamos, que toma su forma de acuerdo a nuestra capacidad para actuar sobre él, queda reestructurado. La depresión es, en breve, un “alejarse del mundo”.[39]

Esta forma de abordar el problema de la depresión representa un avance enorme con respecto a comprensiones más difundidas y habituales de la depresión como un problema mental, ya psicológico, ya biológico. La perspectiva merleau-pontiana, en cuanto nos fuerza a pensar en el ser-en-el-mundo como una unidad, es muy potente frente a la herencia obstinada de los dualismos entre cuerpo y mente y entre sujeto y mundo. Como asevera Seniuk, no se trata solo de que la depresión “no puede ser entendida sin involucrar al cuerpo”;[40] no afecta solo a la mente o solo al cuerpo, sino que implica “una reorganización completa del modo de encontrarse en el mundo”.[41] En este sentido, estos enfoques actualizan lo que me parece el gran aporte de la fenomenología merleau-pontiana a la discusión contemporánea sobre los afectos y la depresión: precisamente, la posibilidad de evadir el dualismo entre cuerpo y mente, entre materia e intencionalidad.[42] Sin embargo, creo que tanto Ratcliffe como Seniuk dan, en sus argumentaciones, dos pasos en falso, que terminan limitando la potencia de sus perspectivas. 

En primer lugar, como ya adelanté, los fenomenólogos contemporáneos reseñados en estas páginas toman como premisa algo que, a mi entender, debería ser una pregunta, una tarea para el pensamiento: todos aceptan explícitamente, sin cuestionarla, la definición de la depresión como un trastorno patológico. En efecto, una característica común de estos trabajos recientes es que suelen partir de las definiciones del Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM) de la Asociación de Psiquiatría estadounidense. Es decir, aun si toman recaudos metodológicos para distanciarse en cierta medida del DSM y sus supuestos, siguen dando por sentado que la depresión es una enfermedad, y constantemente la contrastan con la experiencia afectiva normal o habitual. Este punto de partida informa necesariamente sus reflexiones, como se hace patente, por ejemplo, en lo profuso del vocabulario de la pérdida, la disminución, la deficiencia y la incapacidad.

En rigor, tanto Seniuk como Ratcliffe son conscientes de que lo que describen son más bien transformaciones en el modo de ser-en-el-mundo, no tanto pérdidas o incapacidades. De hecho, este es uno de los puntos que marcan la diferencia entre la tesis de maestría de Seniuk, mucho más cargada de pérdidas e incapacidades, y su tesis doctoral, en donde los argumentos están planteados más bien en términos de “reestructuración”. Ya vimos, efectivamente, que en esa tesis formula una crítica similar a la idea de pérdida de resonancia en Fuchs y Svenaeus; sin embargo, también allí siguen colándose estos matices, que se remontan a la premisa incuestionada de que la depresión es ante todo un trastorno y nada más que un trastorno, “la incapacidad de ser uno mismo”.[43] Ratcliffe, por su parte, argumenta al pasar que el vocabulario de la pérdida sigue siendo “una manera conveniente de hablar”,[44] pero no se explaya sobre las razones de esa conveniencia. En el capítulo final de su libro, donde aborda directamente el estatus patológico de la depresión, aclara que entiende lo “patológico” en un sentido “laxo”, de que “algo ha salido mal”.[45] Sin embargo, es evidente que hay muchas maneras en que las cosas pueden ir mal que no se dejan comprender en la clave de la enfermedad, que remite a un problema propio del sujeto. Por lo demás, la definición de la depresión como un trastorno sigue siendo cuando menos discutible y problemática;[46] y la solución que propone Ratcliffe frente a esos problemas, a saber, justificar su definición como trastorno en base a criterios pragmáticos (fomentar la salud mental), resulta demasiado débil (con toda facilidad podría argumentarse la posición contraria) y, en cierto punto, circular (su descripción y teorización de la experiencia depresiva depende de una premisa que solo justifica al final). 

Y esto se vincula a lo que veo como el segundo paso en falso: el deslizamiento que se opera, en todos los autores trabajados, desde el espacio de la relación entre el sujeto y el mundo hacia un problema en la manera en que el sujeto se relaciona con el mundo. Cuando Seniuk, por ejemplo, sostiene que la depresión es un “alejarse del mundo”, o que “altera la manera en que el cuerpo resulta solicitado por el mundo”,[47] no parece percatarse de la ambigüedad que implican ambas formulaciones, ni por supuesto tampoco la explota: ¿es el sujeto el que se aleja del mundo, o es el mundo el que lo rechaza, el que deja de solicitarlo? La misma ambigüedad aparece en lo que para él es “el hecho indiscutible” de la depresión: “la capacidad de vivir una vida próspera se encuentra dolorosamente inhibida”.[48] ¿Cómo llega a inhibirse esa capacidad del sujeto? Aunque todos estos autores se declaran neutrales en términos de disputas etiológicas –como vimos, buscan desplegar una descripción de la experiencia que sea independiente de sus causas–, creo que en este punto se traicionan, ya que rápidamente ubican del lado del sujeto la razón de esta inhibición, de esta pérdida de los tipos de posibilidades. Pero ¿acaso no podríamos pensar en que es el mundo el que atenta contra nuestras posibilidades de llevar una vida plena?

Con estos pasos en falso, se produce un regreso inadvertido a los esquemas convencionales, que sitúan los problemas afectivos dentro del individuo. “La norma cultural occidental exige al sujeto que atribuya la causalidad de todos los acontecimientos psíquicos a la intimidad”, observa el ensayista francés Philippe Pignarre,[49] y las recientes investigaciones fenomenológicas sobre los fenómenos afectivos y los trastornos psiquiátricos no son la excepción. Por ejemplo, en un artículo que ofrece un panorama de las relaciones entre fenomenología y psicopatología, Fuchs sostiene explícitamente que “todos los trastornos psiquiátricos importantes implican una mayor o menor perturbación del sujeto en su relación con el mundo”:[50] es decir, no una alteración de la relación entre sujeto y mundo, sino una perturbación del sujeto en su manera de relacionarse con el mundo. Como si la relación pudiera pensarse de forma unidireccional, como si la forma y el estado del mundo compartido no tuvieran ningún efecto sobre las posibilidades que se le presentan o se le cierran a cada cual.

Hay una omisión importante entre las narrativas en primera persona que estos fenomenólogos retoman como fuentes, que resulta particularmente significativa en relación con estos pasos en falso. A pesar de sus claros esfuerzos por compilar un corpus lo más completo posible de relatos y testimonios de la depresión, ninguno de ellos cita Depression. A Public Feeling, de Ann Cvetkovich, una teórica ubicada en la vertiente “crítica” del giro afectivo surgido en las humanidades norteamericanas a mediados de los años noventa.[51] La omisión es llamativa porque este libro de 2012 no solo incluye un “ensayo especulativo” donde teoriza sobre la depresión, sino que la primera mitad del libro está dedicada a unas memorias de la depresión en primera persona: como anota en la introducción, “solo podré saber por qué quiero hablar de depresión si la describo. Qué antes de por qué”.[52] Aunque el tono general del libro resulta, a primera vista, bastante lejano del estilo de los fenomenólogos citados hasta aquí –por su apuesta crítica, su alineación con el feminismo y la teoría queer, su interdisciplinariedad de corte más humanístico y literario–, lo cierto es que en varios puntos fundamentales no son proyectos tan diferentes: tanto Cvetkovich como los fenomenólogos citados buscan describir la experiencia de la depresión, para sacarla de la intimidad y la interioridad y restituirle su lugar en el mundo. En efecto, esta es una de las tesis principales del giro afectivo en las humanidades norteamericanas: los afectos y sentimientos, incluso los más íntimos e incomunicables, no pertenecen a la interioridad cerrada y autopoiética de un supuesto sujeto independiente y autónomo, sino que circulan entre y a través de la gente, de las cosas, de los sentidos, y son producidos, se producen y también producen (ideas, sujetos, objetos) en esa circulación, tienen una dimensión social irreductible.

Las descripciones de Cvetkovich y de los fenomenólogos contemporáneos abordados aquí tienen varios puntos en común: la depresión es presentada siempre como una experiencia de impasse, de atascamiento y pérdida de la esperanza. Sin embargo, lo que marca la distancia entre ambas perspectivas es la negativa de Cvetkovich a tomar como premisa la definición corriente de la depresión como patológica. Así lo anuncia ya desde la primera línea del libro: la mueve el “deseo de pensar la depresión como un fenómeno cultural y social más que como una enfermedad clínica”.[53] Además, de su experiencia y de sus esfuerzos por describirla Cvetkovich no extrae la conclusión de que la experiencia depresiva sea de otro mundo, una experiencia extraordinaria, radical y profundamente separada de la experiencia normal y sana. Al contrario, como puntualiza en la introducción, “incluso durante las embestidas más extremas era abrumante la certeza de cuán fácil era llegar ahí, porque eran acontecimientos muy comunes los que me hacían deslizarme hacia ese aturdimiento, como mudarme, separarme, tratar de terminar un libro, empezar un nuevo trabajo”.[54] Este posicionamiento no banaliza ni minimiza el sufrimiento ni todos los efectos que puede comportar una depresión; no la reduce ni equipara a una tristeza “normal”. Sin embargo, sí la habilita a explorar los modos en que la depresión, en las sociedades actuales, es antes la norma que la excepción, algo que obedece más bien a lógicas sistémicas en lugar de acusar su crisis y que, por lo tanto, puede leerse como una clave para acceder a “las dimensiones afectivas de la vida común en el momento presente”.[55] Así, la experiencia sentida de la depresión puede ofrecer “una manera de describir el neoliberalismo y la globalización, o el estado actual de la economía política, en términos afectivos” o, en breve, un modo de “describir cómo se siente el capitalismo”.[56]

Este diferente posicionamiento vuelve a abrir eso que los abordajes fenomenológicos recientes habían cerrado. Aun si Cvetkovich no recurre a Merleau-Ponty para construir su argumento, su perspectiva de la depresión como sentimiento público y común y como fenómeno social, histórico y cultural me parece completamente compatible con los aportes merleau-pontianos. Si es posible que la experiencia depresiva conlleve una sensación de aislamiento, de parálisis, de incapacidad de conectar y comunicar, eso no quiere decir que sea necesario ni conveniente conceptualizarla en esos términos: como procuré argumentar en estas páginas, esas decisiones teóricas terminan abonando una comprensión individualista de la depresión como remontable, en última instancia, a un quiebre en el sujeto y a una separación entre el sujeto y el mundo. Pero, como advierte Merleau-Ponty con respecto al “mundo de la locura”, señalar que el mundo de la depresión es un mundo distinto no equivale a plantearlo como cerrado sobre sí mismo; el mundo de la persona deprimida y el mundo de lxs demás “no son islotes de experiencia sin comunicación”.[57] También podemos decirlo con Sara Ahmed: “aunque la experiencia del dolor pueda ser solitaria, nunca es privada”.[58] La inmovilidad sigue siendo una manera de moverse en el mundo, por más paradójico que resulte, y la campana de cristal sigue siendo una manera de habitar el mundo, de responder a sus mensajes. Así como no hay “hombre interior”,[59] tampoco hay un mundo interior.

En este sentido, tal vez no se trate tanto, o no solo, de que la persona deprimida sea “incapaz de acoplarse al mundo”,[60] de resonar y sintonizarse con él, por un defecto propio, como de que el mundo mismo resulte repelente, reprobable, deprimente. En definitiva, cuando se pone todo el peso de la relación de resonancia en uno solo de sus polos (esto es, en el polo del sujeto) no queda lugar para pensar una disonancia que no sea culpa de un sujeto desafinado. Pero, por supuesto, el mundo conoce muchas maneras de marginar a las personas, de hacerlas sentirse frustradas, aisladas, incomprendidas, desvalorizadas.

En esta línea puede verse también, por último, que el aislamiento de la depresión no es sin más un egocentrismo, una pérdida de la empatía o la sensibilidad, un quiebre en la capacidad de resonancia con las demás personas. Por un lado, cabe recordar que –como afirma Merleau-Ponty– el “rechazo de comunicar es aún un modo de comunicación”.[61] Tal vez, sentir el aislamiento de la depresión sea también una manera de captar algo importante y significativo del mundo tal cual es, tal como ha llegado a ser; tal vez, incluso, la parálisis de la persona deprimida sea una manera de decir algo en un mundo que tanto valora la productividad, la velocidad y la felicidad. Por otro lado, también quisiera señalar que “el dolor nos une tanto como nos separa”, como sostiene Svenaeus.[62] En La política cultural de las emociones, de hecho, Ahmed despliega un argumento muy similar: “lo que nos separa de otros también nos conecta con otros”.[63] Esta ambivalencia queda más clara si pensamos en la piel, esa membrana que nos contiene, que marca nuestros límites, pero que es también la superficie donde el mundo deja su impresión en nosotrxs: donde nos tocan, nos acarician, nos lastiman. Solo en el roce con el mundo percibimos nuestra propia piel: “me percato de que mi cuerpo tiene una superficie solo cuando siento un malestar”, escribe Ahmed.[64] Lo mismo puede decirse del dolor emocional, aunque sea más difícil imaginar la “piel” correspondiente. Aun si el sufrimiento pueda llevarnos a aislarnos, a sentirnos solxs y olvidadxs del mundo, el dolor no puede nunca darse en el vacío. Aun cuando no sepamos por qué nos duele, qué fue lo que nos lastimó, la vulnerabilidad del dolor implica un mundo, presupone y nos conecta con lxs otrxs.


En casa en un mundo roto

En estas páginas, a partir de una discusión con los abordajes fenomenológicos de la depresión que desarrollaron Fuchs, Svenaeus, Ratcliffe y Seniuk en los últimos años, busqué esbozar una comprensión alternativa de la fenomenología de la depresión como enmarcada ya no en una fenomenología de la enfermedad mental, sino en una fenomenología de lo afectivo, del sentir entendido como impropio, no confinado a la interioridad del individuo. En la discusión –alentándola, en un principio, e interviniendo luego en puntos clave– entró el problema del dualismo, o, más bien, de los dualismos: entre cuerpo y mente y entre sujeto y mundo. A las preguntas iniciales, quisiera ensayar para terminar la siguiente respuesta: la depresión puede entenderse como una experiencia que desbarata el dualismo entre cuerpo y mente en la medida en que expresa una relación particular entre sujeto y mundo. Precisamente, si en el “mundo” de la depresión puede resultar difícil separar lo psíquico de lo físico (si son los pensamientos los que parecen cerrarnos la garganta, pesarnos sobre los hombros, inmovilizarnos las piernas), esto se debe a que tanto lo psíquico como lo físico son parte de nuestra relación con el mundo, nuestra respuesta a sus embates, la forma que tenemos de acusar su peso. En mi perspectiva, entonces, la depresión no necesariamente es el reverso de la experiencia normal o sana, sino simplemente una forma diferente de habitar el mundo, en la que el mundo mismo puede jugar un rol. En determinados contextos, tal vez tenga sentido que la llamemos patológica. Sin embargo, esa es una decisión compleja, irreductiblemente política, que no puede dejarse en manos de un solo actor (en este caso, la Asociación Psiquiátrica estadounidense): implica siempre la consideración de cuánto dolor podemos tolerar, qué juzgamos normal, qué nos parece justificado y qué no, y todas esas son cuestiones en las que la ciencia no puede tener ni la única ni la última palabra. Es decir, el argumento de este artículo no es que la depresión no es una enfermedad: no es este el espacio para dar ese debate. Mi argumento, aquí, es más modesto: no podemos tomar esa tesis como premisa.

A mi juicio, la potencia del enfoque merleau-pontiano para abordar estas problemáticas radica precisamente en que funda su crítica al dualismo entre mente y cuerpo en una defensa de la conexión íntima del sujeto y el mundo; así, no concibe a los sentimientos como estados internos al sujeto, ubicados en su mente (ni en su cerebro-mente), sino como siempre situados en un mundo, que se nos revela como un mundo con sentido según nuestra existencia, experiencia y orientación corporales y en cuanto cuerpos. Sin embargo, en la medida en que los abordajes contemporáneos discutidos parten del supuesto de que la depresión es una enfermedad, inclinan demasiado la balanza hacia el sujeto enfermo, olvidándose del mundo que lo define como enfermo y que, probablemente, también lo enferma. Así, las tesis sobre el “mundo de la depresión” como marcado fundamentalmente por la pérdida de posibilidades y de capacidades existenciales del sujeto traicionan no solo la noción merleau-pontiana de ser-del-mundo, sino también sus desarrollos sobre el carácter inventado e instituido de las emociones. Los sentimientos (y sus eventuales trastornos) no pueden entenderse sin su realización en el cuerpo vivido y en las instituciones, los terrenos históricos y socioculturales, que las forman y regulan.[65]

El debate en torno a la depresión permite, de este modo, volver a poner en discusión las distintas maneras en que puede llevarse adelante el viejo gesto filosófico y fenomenológico de abordar lo enfermo para comprender lo sano. En primer lugar, es preciso siempre considerar qué es lo que se define de antemano como enfermo, de qué manera ha llegado a trazarse esa línea, prestando especial atención a los factores sociales, culturales y políticos que participan de la definición. En este aspecto, resulta problemático que ninguno de los fenomenólogos contemporáneos comentados se cuestione la adscripción a la definición preestablecida de la depresión como una enfermedad ya que, como bien declara Seniuk (aunque no creo que lo cumpla), “la fenomenología no parte de supuestos preestablecidos sobre la depresión y la subjetividad”.[66]

En segundo lugar, el procedimiento de pensar lo sano a partir de lo enfermo también depende de cómo se quiera entender la relación entre la salud y la enfermedad: ¿es una relación de oposición, de continuidad, de ejemplaridad? Dado que la enfermedad no es un concepto simple, homogéneo, parece seguro por lo menos afirmar que será preciso evaluarlo en cada caso, pero tampoco esta tarea aparece en los abordajes fenomenológicos contemporáneos. En Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty recurre en numerosas ocasiones a este gesto de pensamiento; sin embargo, no deja de advertir también que “[n]o puede deducirse lo normal de lo patológico […] por un simple cambio de signo”.[67] No basta encontrar lo que falta, lo que se ha perdido en una experiencia enferma, para comprender por oposición la experiencia sana: siempre hay que considerar el sentido de un fenómeno en función de la totalidad del sujeto en su ser-del-mundo.

En definitiva, entonces, al tomar acríticamente la depresión como una enfermedad y al plantearla como un quiebre del ser-en-el-mundo, el simple negativo de la experiencia habitual, estos enfoques obturan los sentidos del “no puedo” depresivo, al que creo que también hay que entender como una manera de ser cuerpo y un modo de habitar el mundo, un conjunto de hábitos dolorosos, sí, y que tal vez en ciertos contextos nos decidamos a llamar “enfermos”, pero aun así repletos de sentido y productores de sentido. Como sugiere Ahmed, “aprendemos lo que significa una casa, o cómo ocupamos el espacio en casa y como casa, cuando nos vamos de casa”,[68] cuando nos echan de casa o cuando se nos hace imposible sentirnos en casa. Ese aprendizaje sucede de forma integral, no solo en la mente: es un aprendizaje que hace el yo-cuerpo. Tal vez, entonces, el “no puedo” que sentimos corporalmente no sea sino una manera de traducir y expresar una imposibilidad sentida en el mundo: “Para poderlo expresar, el cuerpo tiene que devenir […] el pensamiento o la intención que nos significa. Es él el que muestra, el que habla”.[69]

Los problemas señalados en estos enfoques fenomenológicos contemporáneos se vinculan también, me parece, con una comprensión limitada del trabajo interdisciplinario. Como se hace evidente en sus estados de la cuestión, sus interlocutores y sus corpus de fuentes, estos autores entienden el trabajo interdisciplinario como si consistiera únicamente en un diálogo entre la fenomenología y las ciencias naturales, esto es, como si los demás campos de la filosofía, por no hablar de las humanidades y las ciencias sociales (ni mucho menos de movimientos sociales como el feminismo, los activismos en salud mental o las críticas del capacitismo), no tuvieran nada valioso que aportar. Sin embargo, estas omisiones los llevan a repetir el mismo error que tanto Ratcliffe como Seniuk le critican a la psiquiatría convencional: también ellos terminan olvidándose del mundo y de su historia, también ellos acaban por separarlo del sujeto.[70] Privados del diálogo con otras disciplinas humanas y sociales, se va reduciendo su concepto de “mundo”, lo van despojando de sus sentidos vernáculos –a los que yo sin embargo me niego a renunciar–, al punto de hacerlo equivaler a “la estructura general de la experiencia”.[71] Pero, una vez más, el mundo vivido “no es un «mundo interior»”, el mundo percibido o experimentado no es nunca solo “mi” mundo.[72]

Así y todo, las ricas descripciones y reflexiones acerca de la experiencia depresiva son valiosos aportes al debate sobre la depresión, de las que estas críticas no deberían privarnos. A modo de cierre, y para ilustrar el potencial que aun así encierran estos desarrollos, quisiera detenerme a explorar brevemente un espacio que se abre con el énfasis en la idea de posibilidad que recorre todo el libro de Ratcliffe, y que coincide con las reflexiones de Sara Ahmed en el último capítulo de La promesa de la felicidad, donde rescata y defiende una idea de la felicidad como “sensación de posibilidad”.[73] Lo interesante, lo potente de la noción de posibilidad es que no se deja encasillar con facilidad en la dicotomía de afectos positivos y negativos, activos y pasivos, buenos y malos, sanos y enfermos: en efecto, es posible imaginar un sentimiento de dolor, de indignación, de desorientación, incluso tal vez de depresión, que no obture la sensación de posibilidad, sino incluso que la invite, que ahí donde el mundo parece bloquearse nos aliente a abrir espacios de posibilidades diferentes. A esta apertura e indecisión radicales de la posibilidad creo que apuntaba Virginia Woolf cuando en 1915 escribía en su diario: “El futuro es oscuro, lo cual es, en general, lo mejor que el futuro puede ser, me parece”.[74] Los sentimientos y las experiencias que asociamos a la depresión no necesariamente clausuran todo futuro; es verdad que implican sentimientos de desesperación, que son un registro y una respuesta a una sensación difundida de crisis, de futuro hipotecado, pero tal vez, al forzar a un desapego de los modos y los hábitos instituidos, al resistirse a sentirse en casa en un mundo roto, también permitan abrir un nuevo espacio de posibilidad, hacer lugar para imaginar futuros alternativos y más hospitalarios.


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Notas

[1] Sánchez, Almudena, Fármaco, Buenos Aires, Odelia, 2021, p. 74.

[2] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, trad. Jem Cabanes, Barcelona, Planeta De Agostini, 1993, p. 73.

[3] Cvetkovich, Ann, Depression. A Public Feeling, Durham y Londres, Duke University Press, 2012, p. 114.

[4] La terminología y las distinciones entre los conceptos relativos a la experiencia afectiva en sentido amplio son objeto de mucho debate, tanto en la fenomenología como en el giro afectivo. En este artículo, sin embargo, la discusión se mantiene en un nivel general: sin entrar en las distinciones entre emoción, afecto, sentimiento, humor o estado de ánimo, pero sin tampoco tomarlos sin más como sinónimos. La terminología correspondiente, por lo tanto, no será técnica, y no se renunciará a las variaciones propias de la riqueza del lenguaje natural.

[5] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth. An Existential-Phenomenological Approach to Selfhood, Depression, and Psychiatric Practice, Estocolmo, Södertörn University, 2020, p. 20; ver también Aho, Kevin A., “Depression and Embodiment: Phenomenological Reflections on Motility, Affectivity, and Transcendence”, en Medicine, Health Care, and Philosophy, vol. 16, no 4, 2013, pp. 751-759; Svenaeus, Fredrik, “Depression and the Self. Bodily Resonance and Attuned Being-in-the-World”, en Journal of Consciousness Studies, vol. 20, nros. 7-8, 2013, pp. 7-8; y Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression. A Study in Phenomenology, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2015.

[6] Battán Horenstein, Ariela, “El cuerpo como teatro: fenomenología y emociones”, en Eidos, no 35, 2021, pp. 207-235.

[7] Por razones de espacio, no me detendré a comentar en detalle estas fuentes, que se encuentran relevadas, analizadas y profusamente citadas en los trabajos fenomenológicos que retomo aquí.

[8] Meijer, Eva, “The Melancholic Animal – On Depression and Animality”, en Humanimalia, vol. 11, no 1, 2019, p. 110.

[9] Aho, Kevin, op. cit.

[10] Fuchs, Thomas, “Depression, Intercorporeality, and Interaffectivity”, en Depression, Emotion and the Self. Philosophical and Interdisciplinary Perspectives, editado por Matthew Ratcliffe y Achim Stephan. Exeter, Imprint Academic, 2014, p. 236.

[11] Fuchs, Thomas, “The Phenomenology of Affectivity”, en The Oxford Handbook of Philosophy and Psychiatry, editado por K.W.M. Fulford, Martin Davies, Richard G.T. Gipps, George Graham, John Z. Sadler, Giovanni Stanghellini y Tim Thornton, vol. 1. Oxford, Oxford University Press, 2013, pp. 1-2.

[12] Fuchs, Thomas, “Phenomenology and Psychopathology”, en Handbook of Phenomenology and Cognitive Science, editado por Daniel Schmicking y Shaun Gallagher, 546-73. Dordrecht, Springer Netherlands, 2010, p. 566.

[13] Sobre la importancia de la noción heideggeriana de Stimmung en el panorama actual, ver Freeman, Laure, “Toward a Phenomenology of Mood”, en The Southern Journal of Philosophy, vol. 52, no 4, 2014, pp. 445-476; y Ratcliffe, Matthew, “Why Mood Matters”, en The Cambridge Companion to Heidegger’s Being and Time, editado por Mark A. Wrathall, 157-76. Cambridge, Cambridge University Press, 2013. Sobre la noción de “sentimientos existenciales”, ver Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit, pp. 34-41; y Ratcliffe, Matthew, “El sentimiento de ser”, en Ideas y Valores, vol. LXVII, no 167, 2018, pp. 291-316. El detalle de estas nociones, sin embargo, excede los objetivos y el espacio de este artículo.

[14] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 105.

[15] Battán Horenstein, Ariela, “El cuerpo como teatro”, op. cit., p. 224.

[16] Fuchs, Thomas, “Corporealized and Disembodied Minds. A Phenomenological View of the Body in Melancholia and Schizophrenia”, en Philosophy, Psychiatry, and Psychology, vol. 12, no 2, 2005, p. 99.

[17] Svenaeus, Fredrik, “Depression and the Self”, op. cit., p. 24.

[18] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 99.

[19] Fuchs, Thomas, “Depression, Intercorporality, and Interaffectivity”, op. cit., p. 234.

[20] Merleau-Ponty, Maurice, La estructura del comportamiento, trad. Enrique Alonso, Buenos Aires, Hachette, 1976, p. 264.

[21] Battán Horenstein, Ariela, “Cuerpo físico, cuerpo objetivo y cuerpo fenomenal en la descripción del fenómeno del dolor”, en Actas del Coloquio Internacional sobre el pensamiento de Merleau-Ponty, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 2018, p. 50. Ver también Leder, Drew, The Distressed Body. Rethinking Illness, Imprisonment, and Healing, Chicago, The University of Chicago Press, 2016, cap. 2; y Svenaeus, Fredrik, “Pain”, en The Routledge Handbook of Phenomenology of Emotion, editado por Thomas Szanto y Hilde Landweer, Londres y Nueva York, Routledge, 2020.

[22] Merleau-Ponty, Maurice, La estructura del comportamiento, op. cit., p. 290.

[23] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 192.

[24] Svenaeus, Fredrik, “Depression and the Self”, op. cit., p. 25.

[25] Fuchs, Thomas, “Corporealized and Disembodied Minds”, op. cit., p. 100.

[26] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 182.

[27] Ibíd., p. 124.

[28] Ibíd., p. 163, énfasis añadido.

[29] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit., p. 86.

[30] Retomo aquí una metáfora popular en los estudios de traducción; aunque por razones de espacio no puedo desarrollarlo, recurro a conciencia a la resonancia entre los dos campos de discusión. Cf. Mounin, Georges, “Les verres transparents” y “Les verres colorés”, en Les belles infidèles, París, Presses Universitaires de Lille, 1994, pp. 109-157.

[31] Seniuk, Patrick, The Phenomenology of Depression. The Lived-Body and the Silence of Salience, Dunedin, University of Otago, 2015, p. 109.

[32] Así define Seniuk la intención de la perspectiva fenomenológica; Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 200.

[33] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit., p. 1.

[34] Ibíd., p. 2.

[35] Ibíd., pp. 41, 51. Aunque Ratcliffe despliega su argumento recurriendo a Husserl y a Heidegger (observando, con todo, que a sus análisis es preciso agregarles la dimensión corporal), la noción de sentimiento existencial tal vez podría entenderse como similar o compatible con esa “intencionalidad más profunda que otros han llamado existencia” de la que habla Merleau-Ponty en una nota al pie de la Fenomenología de la percepción (op. cit., p. 138, n. 55), o con esa “adhesión prepersonal a la forma general del mundo” que encarna el organismo “como existencia anónima y general” (ibíd., p. 103).

[36] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit., p. 65.

[37] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 211.

[38] Ibíd., p. 27.

[39] Ibíd., p. 210.

[40] Seniuk, Patrick, The Phenomenology of Depression, op. cit., p. 9.

[41] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 261.

[42] Sobre este debate en el marco del giro afectivo, pueden verse Leys, Ruth, The Ascent of Affect. Genealogy and Critique, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2017; y Solana, Mariela, “Afectos y emociones. ¿una distinción útil?”, en Diferencia(s). Revista de teoría social contemporánea, no 10, 2020, pp. 29-40.

[43] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 261, énfasis añadido.

[44] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit., p. 55.

[45] Ibíd., p. 264.

[46] Para estas discusiones, pueden verse, entre otrxs, Horwitz, Allan V. y Jerome C. Wakefield, The Loss of Sadness. How Psychiatry Transformed Normal Sorrow into Depressive Disorder, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2007; Radden, Jennifer, Moody Minds Distempered. Essays on Melancholy and Depression, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2009; Hirshbaum, Laura, American Melancholy. Constructions of Depression in the Twentieth Century, Nueva Brunswick, Rutgers University Press, 2009.

[47] Seniuk, Patrick, The Phenomenology of Depression, op. cit., p. 110.

[48] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 21.

[49] Pignarre, Philippe, Comment la dépression est devenue une épidémie, París, La Découverte, 2001, p. 142.

[50] Fuchs, Thomas, “Phenomenology and Psychopathology”, op. cit., p. 549, énfasis añadido.

[51] Sobre esta clasificación del giro afectivo, ver Macón, Cecilia, “«Sentimus ergo sumus». El surgimiento el «giro afectivo» y su impacto en la filosofía política”, en Revista Latinoamericana de Filosofía Política, vol. II, no 6, 2013, pp. 1-32.

[52] Cvetkovich, Ann, Depression, op. cit., p. 16.

[53] Ibíd., p. 1.

[54] Ibíd., p. 16, énfasis añadido.

[55] Ibíd., p. 11.

[56] Ibídem.

[57] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., pp. 304, 307.

[58] Ahmed, Sara, La política cultural de las emociones, trad. Cecilia Olivares, México D. F., UNAM, 2017, p. 61.

[59] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., pp. 10-11, 78.

[60] Seniuk, Patrick, The Phenomenology of Depression, op. cit., p. 88.

[61] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 372.

[62] Svenaeus, Fredrik, “Pain”, op. cit., p. 551.

[63] Ahmed, Sara, La política cultural de las emociones, op. cit., p. 54.

[64] Ibíd., p. 53.

[65] Cf. Krueger, Joel, “Merleau-Ponty”, en Thomas Szanto y Hilde Landweer (eds.), The Routledge Handbook of Phenomenology of Emotions, Londres y Nueva York, Routledge, 2020, p. 203.

[66] Seniuk, Patrick, Encountering Depression In-Depth, op. cit., p. 19.

[67] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 124.

[68] Ahmed, Sara, Queer Phenomenology. Orientations, Objects, Others, Durham y Londres, Duke University Press, 2006, p. 9.

[69] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 214.

[70] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, op. cit., pp. 16, 21; Seniuk, Patrick, The Phenomenology of Depression, op. cit., p. 42.

[71] Ratcliffe, Matthew, Experiences of Depression, p. 14.

[72] Merleau-Ponty, Maurice, Fenomenología de la percepción, op. cit., p. 351.

[73] Ahmed, Sara, La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría, trad. Hugo Salas, Buenos Aires, Caja Negra, 2019, p. 440.

[74] Woolf, Virginia, The Diary of Virginia Woolf. Vol. 1: 1915-1919, ed. Anne Olivier Bell, Nueva York, Harcourt Brace Jovonovich, 1977, p. 22.