Gonzalo Santaya
(Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas - Universidad de Buenos Aires - Argentina)
Recibida el 15 de febrero de 2023 – Aceptada el 30 de marzo de 2023.
Reseña de Ferreyra, Julián, Danza turbulenta. Hegel y Deleuze, Buenos Aires, La Cebra, 2022, 343 pp.
La propuesta de construir una ontología a partir de las afinidades entre Hegel y Deleuze puede todavía chocar de frente con el sentido común de muchxs lectorxs y especialistas de uno y otro “bando”. Pero acaso hoy en día esto ya no ocurre con la misma intensidad que hace un tiempo atrás –y esto, en gran medida, gracias al trabajo detrás de libros omo este–. Con Danza turbulenta. Hegel y Deleuze, Julián Ferreyra corona una trayectoria de varios años dedicados a estudiar vías de relación entre estos dos filósofos, ahondando más allá de las referencias obvias y explícitas, las cuales contribuyen a catalogar rápidamente a Deleuze como un “anti-hegeliano”. Se trata, además, de dos filósofos cuyo estilo e ideas son sumamente singulares y complejos, y cuya bibliografía especializada peca a menudo de enfrascarse en el abuso de vocabulario específico y en discusiones hiper-tecnicistas, en un gesto que resulta expulsivo para lxs especialistas de otras áreas y bloquea las posibilidades de cruces novedosos.
Por todo esto, el mérito de Danza turbulenta es, cuanto menos, triple: por indagar en las relaciones menos explícitas entre dos filósofos tan actuales y relevantes como difíciles, por hacerlo “a contrapelo” de la corriente dominante y de las primeras impresiones de lx lectorx desprevenidx, pero también, y sobre todo, por la riqueza del análisis conceptual que va tejiendo, en una prosa amigable que evita la jerga y el abuso de los tecnicismos, sin perder por ello rigor filosófico, y sin dejar de señalar, a cada paso, cómo las más elevadas reflexiones ontológicas están íntimamente trenzadas con lo más inmediato y concreto de la existencia cotidiana. En este sentido, se debe apuntar todavía un cuarto mérito: el libro, que recoge una serie de artículos publicados entre 2011 y 2018 en distintas revistas de excelencia académica, desmonta la tradicional dicotomía entre el paper y la “cultura”, o entre el paper y el ensayo (cf. pp. 18-19). Así como deconstruye los prejuicios anti-hegelianos de cierto deleuzismo y los prejuicios anti-deleuzianos de cierto hegelianismo, desmonta prejuicios tanto anti- como pro-académicos, mostrando que el paper puede ser también un espacio para el pensamiento y la escritura creativos, y que una serie de papers pueden ser concebidos y elaborados desde una idea de conjunto y en un estilo ensayístico, frente a la lógica fragmentaria, burocrática, cuantificadora y “carente de espíritu” del sistema de publicación científico.
El libro se presenta así como un ejercicio contra los prejuicios, entendiendo por ellos las “lecturas mortuorias” (p. 13) que contribuyen a sedimentar una imagen rígida del cuadro de la historia de la filosofía, absolutizando las rivalidades, las oposiciones y las superaciones, como si fueran ellas quienes marcan el paso al devenir de la disciplina. La contrapropuesta de Ferreyra pasa entonces por elaborar una lectura vivificante, que insufle movimiento y productividad a su lectura cruzada de Hegel y Deleuze –vida, movimiento y producción que son, precisamente, una constante en la obra de los dos filósofos–. Una lectura cruzada que no vacila en introducirse en los puntos más complejos en los que un autor penetra en el otro, dialoga o releva al otro, pero también, donde uno se revela inconmensurable o incompatible con el otro, evitando en cada caso la comodidad del “buen sentido”, del mero comparativismo o del “x tiene razón”. Pero, aunque ninguno de los bailarines marca el paso de modo dominante en el transcurso de esta danza turbulenta, Ferreyra no deja de señalar su predilección por Deleuze en un punto esencial: es la multiplicidad (y no lo Uno) quien debe detentar el lugar de prius ontológico (cf. p. 11 y especialmente la “Coda”, pp. 323-343).
El aporte central del libro se resume en lo siguiente: ni la unidad hegeliana es una negación excluyente de la multiplicidad, ni la multiplicidad deleuziana un puro fluir fragmentario, improductivo y ajeno a toda determinación y unificación. Justamente, esos dos prejuicios son los que encasillan prematuramente a los autores, e impiden explorar los puntos de relación, donde multiplicidad y unidad, flujo y fijación, constituyen mutuamente una realidad viva y activa. Lo mismo ocurrirá con otros conceptos filosóficos que a menudo bloquean la comprensión y la posibilidad de relación. La cuestión no es si Hegel es un filósofo de la totalidad, o de la negatividad, y por lo tanto un “enemigo” avant la lettre del proyecto deleuziano; la cuestión es en qué sentido la totalidad o la negatividad aparecen conceptualizadas en su sistema, y si esconden realmente concepciones “opuestas” a la afirmación y a la multiplicidad deleuzianas. De hecho, Ferreyra muestra una y otra vez cómo, al absolutizar esos conceptos y situarlos en un esquema rígido de comprensión (operación propia de la reflexión, del entendimiento o de la representación, pero no de un auténtico conceptualizar filosófico), tergiversa no sólo una puesta en relación seria entre los autores, sino incluso una lectura fructífera de cada uno por separado.
Danza turbulenta se divide en cuatro partes. La primera ensaya los movimientos iniciales de la danza encuadrando dos temas que serán centrales a lo largo del libro: la cuestión de la vivificación en la filosofía trascendental y el problema de la recepción de Hegel y el hegelianismo por parte de Deleuze. Acorde a un libro que pone a la vida como su tema, el primer capítulo aborda la cuestión del nacimiento, entendiendo por ello el punto en el que lo trascendental vivifica lo empírico, rompiendo con la reproducción mecánica de las formas dadas y habilitando la creación de nuevas formas y posibilidades de vida (tema que volverá, con variantes y distintos niveles de análisis y de profundidad, en distintos puntos del libro). En un giro original, Ferreyra aborda esta cuestión en el ámbito de la discusión biopolítica, entendiéndola no solo como un conjunto de dispositivos orientados a la reproducción de la fuerza de trabajo para garantizar el círculo del capital, sino también como el “arte de captar, en la vida, las multiplicidades que desbordan las condiciones materiales de existencia y pueden hacer nacer tanto vidas individuales como existencias comunitarias” (p. 34). La biopolítica deviene así una estrategia dinámica sobre la multiplicidad de fuerzas de la vida, que puede operar para encauzarlas tanto hacia la dominación explotadora como hacia la creación de medios de emancipación. Hegel y Deleuze elaboran, cada uno desde su metafísica, modos de pensar esa vivificación trascendental, al pensar la génesis de la determinación en la inmanencia; la principal diferencia entre ambos pasará por la impugnación deleuziana de toda forma de negatividad como mediación entre lo universal y lo singular. Esta impugnación de la negatividad hegeliana (así como otras de sus críticas), sin embargo, no encuentra en esta danza su momento definitivo… De hecho, el segundo artículo del libro (tras una exposición muy completa de los principales estudios sobre la recepción deleuziana de Hegel y sus supuestos contrapuntos) lo señala taxativamente: “Deleuze sabía que su crítica era superficial” (p. 62).
La segunda parte comienza a desmontar esa superficialidad, mostrando las afinidades profundas que se explicitan a partir del estudio de Hegel y Deleuze como filósofos de la Idea, centrándose en el complejo aparato metafísico del capítulo IV de Diferencia y repetición y en cómo este hace eco (aunque sin referirlo) de las notas sobre el infinito de la última parte del primer libro de la Ciencia de la lógica. Desde la fórmula dy/dx, que debe interpretarse filosóficamente como una relación entre indeterminados que generan determinación (“el devenir cualitativo del cuanto”, en los términos de Hegel, “la forma de lo determinable”, en los de Deleuze), la lectura cruzada de Ferreyra muestra cómo ambos filósofos encaran el mismo problema: la elaboración de un “fundamento” que no se identifique con los caracteres de lo fundado (condenándonos a un círculo de repetición indefinida de lo dado), sino que lo vivifique en permanente producción de novedad. Esta lectura se prolonga hacia la cuestión política, enfatizando el rechazo de ambos autores a la postura liberal, que considera a las sociedades humanas como agregados de términos preconstituidos (individuos), anteriores a la relación social misma. Sea el Estado (como lo proyectara Hegel), sea la Idea social (como lo presentan Deleuze y Guattari), la comprensión y la realidad del fenómeno político yace en una relación productiva de determinaciones cualitativas, y no en un agregado cuantitativo de términos pre-determinados. Esta es también la ocasión para mostrar un punto de inconmensurabilidad que Ferreyra destaca entre ambos autores (uno como defensor de la unidad, el otro de la multiplicidad): “allí donde el Estado hegeliano es la única forma de realizar la Idea única en el mundo, en Deleuze existe una multiplicidad de Ideas con infinidad de diferenciaciones” (p. 94).
Los dos artículos siguientes de la segunda parte ahondan en la recepción deleuziana de Hegel, centrándose en las obras de Kojève (fuente principal del hegelianismo francés del s. XX) e Hyppolite (central en la comprensión deleuziana de Hegel), pero rastreando también valiosos aportes en las reseñas que Deleuze escribiera sobre Hyppolite (Lógica y existencia) y la que Wahl escribiera sobre Deleuze (Nietzsche y la filosofía), entre otras fuentes relevantes (Althusser, por ejemplo). Ferreyra caracteriza la interpretación de Kojève como una “antropología filosófica”, incapaz por ello de comprender la Fenomenología de Hegel como una ontología, e hipostasiando el american way of life como la última figura del devenir del espíritu: oscuro fin de la historia. Una “des-antropologización” de Hegel se presenta así como el paso previo y necesario para ontologizarlo. Subordinar el lugar de lo humano a un proceso ontológico que lo rebasa fue el movimiento fundamental para una generación de pensadores (entre los que se cuenta Deleuze) que se dieron la tarea de filosofar a partir de la “muerte del hombre”. En esta tarea, el segundo Hyppolite será de gran importancia para habilitar la lectura de un Hegel donde “el hombre ya no es sujeto: abandona el centro y se coloca como efecto del proceso ontológico” (p. 118).
Si el ser humano (y, particularmente, el hombre blanco, burgués, emprendedor y consumidor, y ciudadano del “primer mundo”) no es la culminación de las sucesivas etapas del devenir del Absoluto, sino un efecto pasajero de ese proceso, el hegelianismo no es tanto una filosofía del fin, sino del retorno. Ferreyra analiza cómo esa figura, que Deleuze recupera de Nietzsche y la convierte en la clave de bóveda de su propia ontología, aparece en Hegel bajo la noción de Rückkehr. Ahora bien, si Deleuze no reivindica a Hegel como un filósofo del retorno, es porque lo lee como un filósofo de la identidad que solo puede pensar un retorno de lo mismo, determinado, justamente, por la negatividad. Pero Ferreyra muestra cómo, enfocado no ya bajo la lógica de la Esencia, sino en la del Concepto, la negatividad hegeliana no es sino un “punto de repliegue” (p. 148), necesario para que, en el sistema, lo trascendental y lo empírico se trencen en la producción real de lo nuevo.
El énfasis puesto en el Concepto (contra una larga tradición interpretativa que reduce a Hegel a su lógica del Ser o de la Esencia), como última palabra del sistema hegeliano, es una constante que Ferreyra trae a colación en su aproximación hacia Deleuze. A lo largo de la tercera parte de Danza turbulenta, este acercamiento recibe todo su espesor ontológico. Ella comienza analizando “el espíritu y la letra” de las críticas de Deleuze a Hegel, por un lado, y las críticas de Hegel a Deleuze, por el otro, a través del ejercicio de rastrear las críticas hegelianas a Spinoza y traducirlas luego al corpus de tesis ontológicas deleuzianas. En el primer caso, Ferreyra muestra que ni el “comienzo” del filosofar en Hegel presupone las determinaciones del ser empírico, ni la “negatividad” supone un mero negativo de la reflexión, ni el “retorno” implica una repetición de lo idéntico (ordenando y rebatiendo así las menciones explícitas a Hegel a lo largo de Diferencia y repetición). Pero, antes que sacar la conclusión de que Deleuze es simplemente un “mal lector” de Hegel, Ferreyra echa mano a los cursos sobre cine (en particular dos clases de mayo de 1983) en los que Deleuze reivindica la dialéctica hegeliana como un excelente trabajo filosófico, y esto se liga a sus afirmaciones de Diferencia y repetición según las cuales los poskantianos rozan el verdadero movimiento del pensamiento.
Luego –tras recorrer el estado de situación de la relación entre Hegel y Spinoza en Francia en los 60, de la mano de Althusser y su equipo–, Ferreyra señala que las críticas hegelianas a Spinoza no descansan tanto sobre la premisa de que en su sistema “toda determinación es negación”, sino en la de que elabora un sistema de la “identidad abstracta” (p. 189), en una infinita identidad de la Sustancia que no sale de sí misma; transportada a Deleuze, la cuestión sería cómo surge el mundo empírico a partir de la absoluta diferencia. Aquí reaparece el recurso al tratamiento de Deleuze del cálculo diferencial, que permite señalar que la Diferencia como principio “no es, como lo piensa Hegel, indeterminada e indiferente, sino un entramado de relaciones diferenciales determinables recíprocamente” (p. 199).
Estas dos lecturas cruzadas desembocan en el último artículo de la tercera parte (“La lógica del concepto como lógica del sentido”), el cual (a juicio de este reseñador) condensa del modo más virtuoso el cogollo de todo el libro. La conciliación entre Hegel y Deleuze se juega en la conciliación que ambos buscan establecer, cada uno por su vía, entre lógica y existencia, o entre lo trascendental y lo empírico, tal que –para no caer en las abstracciones improductivas de la representación– ambos términos de esa aparente dicotomía deben necesariamente pensarse en interrelación recíproca, en entrelazamiento, o –siguiendo el término que Ferreyra acuña para designar esta relación– en intrinsecación. Esto es, “la relación donde los términos no preexisten a su imbricación, que coexisten sin intrincarse (lo que significa «confundirse u oscurecerse»), justamente porque la intrinsecación produce progresivamente y en forma inmanente las determinaciones constitutivas que los caracterizan como diferentes” (p. 211). Si Deleuze lo afirmaba taxativamente, en su Lógica del sentido, indicando que el sentido deviene una instancia realmente genética cuando va “en los dos sentidos a la vez” (entre los planos de lo trascendental y de lo empírico), Hegel no se queda atrás de esta postura, explicitada en su lógica del Concepto (como momento superador del Ser y de la Esencia). Ferreyra vuelve a echar mano a la interpretación de Hyppolite, que destrona el lugar de lo humano como telos de la dialéctica hegeliana, redefiniéndola como un movimiento productivo infinito en el cual el tiempo tendrá el lugar fundamental de “concepto en su ser-ahí inmediato [... o] éxtasis de la diferencia” (p. 223). Ese ser-ahí inmediato, ese éxtasis del concepto en su ponerse afuera, nos abre al campo de la materia y la naturaleza, instancias que, según muchas de las lecturas que han proliferado desde Marx hasta la actualidad, Hegel rechaza y desprecia. Pero Ferreyra señala que, justamente, “el sentido es el todo” (p. 229), y que el concepto en tanto éxtasis de la diferencia debe dar cuenta de lo otro de sí, tomando esa otredad en su sentido más radical. Esto aparece ilustrado, en su determinación definitiva, bajo el silogismo de silogismos del final de la Ciencia de la Lógica, donde Universal, Particular y Singular (o Lógica, Naturaleza y Espíritu) reenvían el uno al otro en una triple triplicidad de silogismos (ilustrados en p. 230).
La intrinsecación entre lógica y existencia desde el punto de vista de la naturaleza será el objeto de la última parte del libro, la cual se detiene en la exploración y puesta en relación de los modos en los que Hegel y Deleuze recepcionan, comprenden o utilizan, en el contexto de sus respectivas propuestas trascendentales, el ser empírico y el discurso de las ciencias empíricas de su tiempo. En esta tarea, una buena comprensión de la noción platónica de Idea juega para ambos un rol fundamental. A contrapelo de la “historia de un error” nietzscheana, la propuesta de Ferreyra invita a revalorar al idealismo como único medio filosófico para dignificar verdaderamente lo empírico, señalando que únicamente un “falso idealismo” puede postular algo así como una Idea separada de lo real, o un real excluido de la acción de la Idea. Para ser absoluta, la Idea debe estar por todas partes, incluso en el barro, el pelo y la basura que un joven Sócrates excluía del mundo ideal en el Parménides platónico. Esto solo puede sostenerse desde el hegelianismo como consecuencia de entender sus tres silogismos como un triángulo en el que cada término reenvía necesariamente al otro. En ese sentido, que la Naturaleza sea Idea “alienada”, no significa que la Idea es por sí misma verdad y se enfrenta a la naturaleza como lo absolutamente ajeno, carente de verdad o de relevancia, sino que la verdad de la Idea y de la naturaleza reclama para cada una un otro de sí, tal que cada una se aliene en él y pueda, entonces, retornar, vivificándose ambas mutuamente en un movimiento cuyo fin no puede detenerse ni identificarse con alguna figura empírica producida.
Por eso, “no hay idealismo absoluto sin slum naturalism” (p. 264, es decir, sin un empirismo que se interne hasta las más olvidadas, horrendas o vulgares profundidades del ser empírico), pero tampoco sin una filosofía trascendental capaz de detenerse en las fijaciones conceptuales que surgen de la observación y clasificación cuidadosa de los modos en los que lo real se despliega empíricamente. En tanto “filósofos de la naturaleza”, tanto Hegel como Deleuze han sido ridiculizados y caricaturizados por su empleo de terminología de las ciencias exactas: Popper en el primer caso, Sokal y Bricmont en el segundo, han realizado críticas célebres en torno a este punto. Pero esas críticas pierden de vista lo esencial: que en el entrelazamiento entre lo trascendental y lo empírico (entre la ontología y la ciencia), el pensamiento no puede medirse a partir de los métodos y los términos específicos de la ciencia empírica. Estos representan, antes bien, detenciones del proceso, particularizaciones y generalizaciones, fijaciones del entendimiento y la representación, que en ningún caso tienen la última palabra en el devenir de lo real. La filosofía debe alienarse en estas categorías así como la Idea debe alienarse en la naturaleza (y viceversa). “Para la filosofía, la ciencia es una fuerza extraña (una entre otras). Pero la filosofía no es contemplación ni representación, sino reflexión sobre el pensamiento, y sobre aquello que en el pensamiento cambia en su encuentro con lo extraño que, en este caso, es el saber científico. Qué nos dice lo otro del pensamiento del pensamiento mismo.” (p. 278). He ahí, de acuerdo con Ferreyra, la clave para leer las filosofías de la naturaleza de Hegel y de Deleuze, cosa que el último artículo del libro realiza cruzando algunos pasajes de la Enciclopedia hegeliana y la “Geología de la moral” de Deleuze y Guattari.
El libro finaliza con una Coda que sitúa a Deleuze en el ámbito del “poshegelianismo” (empleando esta categoría en el mismo sentido en que Deleuze se refiere a Leibniz y Spinoza como “poscartesianos”, o a Fichte, Schelling y el propio Hegel, como “poskantianos”). El ejercicio filosófico de Deleuze consiste en una “inversión-superación” del hegelianismo. Inversión por colocar a la multiplicidad en el fundamento, superación por destituir la jerarquía ontológica tradicionalmente otorgada a la unidad (aún cuando Hegel la comprendiera en necesaria y viviente unión con lo múltiple, la unidad guarda en su sistema una preponderancia innegable), lo cual le permite desarrollar una ontología auténticamente genética, que no descansa en, ni postula, una manera de efectuar la Idea en lo real-concreto, sino que ve en cada una de sus figuras el entrelazamiento complejo, dinámico y n-dimensional de Ideas como problemas abiertos y singulares en cada caso. En particular, esta cuestión vivifica la cuestión política y el pensamiento sobre el Estado, en una época que nos exige extirparlo y pensarlo independientemente de su entrelazamiento con la lógica del capital, hacia la constitución de un tejido de relaciones en el que lo humano (y lo no humano) puedan convivir más allá de las relaciones de dominación brutal que esa lógica impone hoy en día. Sobre este problema, central para toda “filosofía del futuro” (p. 337), Danza turbulenta ofrece un vasto campo de determinaciones para adoptar, de cuestiones para discutir y de líneas para continuar, no solo por su contenido, sino por su metodología.