Crónicas de la aparición


Daniela Losiggio

 (Universidad de Buenos Aires -CONICET- Instituto de Investigaciones Gino Germani - Buenos Aires – Argentina)

Natalia Taccetta

 (Universidad de Buenos Aires -CONICET- Instituto de Investigaciones Gino Germani - Buenos Aires – Argentina)


Recibida el 28 de julio de 2022 – Aceptada el 14 de septiembre de 2022


Reseña de Ulm, Hernán, Rituales de la percepción. Artes, técnicas, políticas, Buenos Aires, Libros UNA, 2021, 178 pp.


Pensar el presente, se ha dicho muchas veces, es quizás el ejercicio crítico por antonomasia; conditio sine qua non para la transformación social. Sin embargo, supone un doble riesgo. Por un lado, la crítica versa sobre aquello que está en boca de todo el mundo: académicxs, periodistas, twitterxs, canillitas y jugadores de bochas. Precisamente, esta cercanía con el conocimiento vulgar es lo que la expone a la amenaza latente de su refutación (se trata, finalmente, de un riesgo que intimida al amor propio). La otra cara del riesgo es el de las consecuencias de su eficacia; en especial, cuando pierde todo interés ético y orienta performativamente la prognosis a zonas oscuras, y este riesgo es mayor porque es eventualmente sufrido por las masas, como lo supo denunciar Walter Benjamin. De allí que, para una reflexión profundamente crítica sobre el presente, que no recaiga en lugares comunes y asuma la gran responsabilidad de su posible éxito, se necesita cierto coraje.

El presente, especialmente el del contexto pandémico, está plagado de diagnósticos sorprendentemente lejanos a la realidad, en ocasiones tan fantasiosos que despiertan ternura. Existe otro grupo de discursos verdaderamente alarmantes que anuncian profecías –cuando no amenazas– sobre la destrucción total de aquello que nos mantiene en pie. Por eso, Rituales de la percepción. Artes, técnicas, políticas es único en su especie y –un paso más allá del sentido común y profundamente ético– dialoga con una inmensa pluralidad de discursos contemporáneos. En este sentido, se desplaza con soltura en distintos campos del conocimiento que de pronto se muestran mucho más adyacentes de lo que creíamos (“estrategia interseccional” es el nombre de esa gracia); se inserta en una tradición humanística de ya más de doscientos años a la que al mismo tiempo tributa y desafía (desde un locus que no deja de ser latinoamericano); descubre los rituales que encadenan los cuerpos en las formas nuevas de su administración (pero se abstiene de pontificar sobre la perversión de los medios técnicos en sí mismos) y, finalmente, responde a las nuevas administraciones de lo sensible, quizás el mayor de sus intereses. Lo hace recurriendo a un vastísimo corpus de obras de arte contemporáneas, entre las cuales se cuentan incluso prácticas poéticas por fuera de los circuitos reconocidos. Este gesto insolente hacia el “buen gusto” se vuelve inevitable a la luz del sentido filosóficamente específico que tiene el arte para el autor, pues, aunque no lo diga así, el arte tiene una función ética fundamental.

Si el primer libro de Hernán Ulm, Cuestión de imágenes (2011), se proponía rescatar de la tradición estética –desde Kant hasta Deleuze– una serie de aprendizajes actuales e inactuales, Rituales de la percepción habla en presente continuo: quiere preguntarse por la dimensión político-afectiva de los nuevos aparatos técnicos, cómo se comportan, qué es lo que hace que las configuraciones de la percepción existan y se modifiquen, cuáles son las cosas que somos capaces de ver y oír, y cuáles otras requieren de cierta torsión de la mirada, del oído, de los órganos sensibles.

Ya en las primeras líneas de su libro, el autor relata cómo estas preguntas surgen no tanto de lecturas, sino de la experiencia de una instalación sonora de la artista Janet Cardiff. Forty Part Motet le presentó por primera vez la idea de que el oído es capaz de escuchar más allá de lo esperable. Surge así un par conceptual muy poderoso, que acompaña a lx lectorx a lo largo de todo el libro: si la técnica diagrama las formas a través de las cuales percibimos, las normaliza y despotencia la capacidad de acción, las artes interrumpen esos diseños abriendo nuevas líneas de fuga para el pensar y el sentir. Constituyen una práctica que “interrumpe los flujos cotidianos de la sensibilidad” (p. 17). No se trata de una experiencia con la que se trasciende lo cotidiano, sino que “pone en cuestión los rituales que lo organizan” (p.17).

La otra noción teórica que estructura el libro es la de “ritual”, proveniente del campo de la antropología. Ulm sostiene que las formas del aparecer (visuales, sonoras, táctiles) no han sido siempre iguales. Es decir, para dar cuenta de la forma en que se percibe aquello que suena y es escuchado, toca o es tocado y ve y es visto, es necesario analizar las reglas que lo organizan. Luego, estas reglas son torsionadas por el arte, que las rarifica, muestra sus entramados, las interrumpe. En este sentido, el autor sugiere que los cambios tecnológicos de los últimos años, así como cierta transformación del capitalismo global, han puesto en jaque los modos de autopercepción del cuerpo en el espacio y el tiempo. Nos encontramos así ante una nueva mutación de la sensibilidad cuya especificidad es necesario atender. A estos efectos, se precisa de nuevos marcos de conceptualización en lo que se observa como las postrimerías del “giro lingüístico” del siglo XX. Para Ulm, se trata de atender trabajos de diversas constelaciones que prestan atención a formas de “configuraciones de sentido extralingüísticas” (p. 13): Didi-Huberman, Mieke Bal, José Luis Brea, Gottfried Boehm, Hans Belting, Vilém Flusser, Friedrich Kittler, Donna Haraway, entre una abultada lista de obras escritas en los últimos treinta años.

El libro se organiza en dos secciones y seis capítulos: “Prescripciones rituales: cómo aparecer”, dedicada a precisiones de índole teórica que se desarrollan en los dos primeros capítulos, y “Rituales del mundo neoliberal: la sensibilidad programada”, centrada en una reflexión situada sobre los rituales de la percepción en el contexto global presente, que se despliega en los últimos cuatro capítulos del libro.

En el primer capítulo, Ulm se aboca a otorgar mayor espesor al término “ritual”. De la enorme vastedad del término (que el autor refiere con erudición), una arista es acentuada. Se llama ritual a todo conjunto de reglas que deben ser puestas en práctica en determinados grupos sociales que buscan producir y reproducir una creencia colectiva compartida. Es este aspecto el que los vuelve sagrados, incluso aunque –siguiendo los estudios de la performance– lo sagrado se encuentre secularizado. Todo proceso colectivo que es reproducido de modo unánime, ordinaria o extraordinariamente (afeitarse o participar de una revuelta), debe ser comprendido como un ritual. Esta reproducción efectiva de reglas sucesivas es precisamente lo que nos vuelve una comunidad.

La percepción se encuentra en este grupo de actividades que también reclaman sus reglas recurrentes porque, en efecto, para este spinoziano, percepciones son acciones. Y, es posible un abordaje de la percepción, propone el autor, observando cómo se expresa en/con ciertos artefactos (técnicos y artísticos). Los cuerpos se redefinen a partir de ellos, por caso, conversar mirando una pantalla, ya no un rostro, o deslizar el dedo para acceder a una información constituyen nuevos rituales de la percepción. En cada uno de ellos, se reproduce una suerte de administración de lo sensible.

La técnica, en tanto expresión de ciertos rituales sociales, exige una participación que es, al mismo tiempo, la condición de la vida en común. Ahora bien, cuando una técnica (un conjunto de aparatos) caen en desuso, las formas “normales” de aparecer de una comunidad entran en crisis. De allí que técnica y arte no constituyan, en el trabajo de Ulm, una antinomia o una dicotomía en la que los polos se repelen o son exteriores unos a otros. En efecto, existen episodios de la historia donde la técnica pone en jaque las formas tradicionales de percibir, momentos en los cuales la técnica se comporta de modo similar a las artes.

El segundo capítulo propone la tesis de que la sensibilidad corporal no constituye ninguna facultad primera del cuerpo, sino que, en todo caso, ya está configurada previamente a la existencia de los cuerpos y los moldea. En consecuencia, la percepción no es ningún “arte oculto en lo profundo del alma humana” (Kant), sino que percibir es “realizar un rito de pasaje” (p. 48). Dicho de otro modo, un conjunto de reglas y los límites que ellas imponen deben poder ser aceptados para que realmente haya percepción.

Estas disquisiciones dan un giro novedoso sobre la idea del “cuerpo sin órganos” de Antonin Artaud: los cuerpos se organizan a partir de las prescripciones que organizan el orden de lo sensible. Ulm nos invita a observar nuestros rituales de la percepción a partir de los gestos corporales que ellos exigen; se ubica así en una tradición marginal (en el mejor sentido) que involucra expresiones del pensamiento que resistieron al orden del discurso. Un teórico abrumado por padecimientos mentales, una bailarina y un cineasta le permiten sostener a Ulm que los gestos permiten pensar agenciamientos sociales. El ejemplo del dedo que toca para conocer a través de una pantalla se vuelve nuevamente elocuente.

La segunda parte del libro se dedica a lo que Ulm llama “genealogías del aparecer”, a partir de las que vuelve sobre los rituales de la percepción fotográficos, cinematográficos, digitales y pictóricos. La fotografía le permite reflexionar sobre la inmovilidad, aquella que posibilita la impresión en la placa fotosensible, pero también la condición afectiva de resguardo frente a un mundo en permanente movimiento y amenazado de desmaterialización. Esto implica reparar especialmente en la temporalidad propia del momento de la detención para habilitar una suerte de eternidad. El paso por el “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” es inexorable para volver sobre la percepción como intersección maquínica en la que cuerpo e imagen se negocian mutuamente, y para reflexionar sobre la captura del instante, la naturaleza espectral de los cuerpos en la aparición fotográfica y la fragmentación espacial que supone toda imagen. Todo esto sin olvidar el cuerpo (los dedos, los ojos) y el esquema técnico del “ojo” de la cámara que toda fotografía, como performance exitosa de restos, expresa.

En relación con los rituales cinematográficos, Ulm hace hincapié en la productividad del aparato para dar cuenta del movimiento en términos de despliegue performático de la existencia mediada por los aparatos. De aquí que la remisión a Münsterberg, entre otros, le permita pensar la percepción no como un hecho fisiológico corporal pasivo, sino “como una actividad mental que encuentra en el cine un modelo” (p. 104); es decir, la percepción como un ritual que acontece fuera del cuerpo, como performance mental. De ahí también su capacidad de pensar la ausencia y su temporalidad aberrante –como en Restos de Albertina Carri– tanto como su volver evidente la tarea política de reposicionar el cine en el horizonte de la interfaz digital y sus nuevas exigencias.

Es en relación con esto último que Rituales de la percepción explora los rituales digitales a partir de metáforas neuronales y arqueologías de medios en función de los modos de racionalidad que habilitan, nuevamente, no como algo que hace el sujeto, sino como algo que se efectiviza en prácticas y relaciones intermediales. Las inervaciones por redes que modifican radicalmente nuestros modos de orientarnos en el mundo constituyen el síntoma del semiocapitalismo que exige una performance de la percepción tan sofisticada como naturalizadas sus exigencias. A este diagnóstico, Ulm opone el arte como una suerte de performance de lo incierto, atribuyendo a sus potencias el carácter contingente, que puede aún escapar a las neo-teleologías que proponen las plataformas.

Finalmente, en sus “rituales pictóricos”, el autor evalúa las mutaciones de lo visible a partir de una experiencia del artista salteño Roly Arias, con el fin de constatar que los nuevos regímenes de sensibilidad témporo-espaciales digitalizados no siempre usan las nuevas tecnologías, pero nunca dejan de responder a sus necesidades. En este sentido, tematiza en Arias la idea de una cartografía política inscripta por y en la pintura, que le permite mapear la experiencia contemporánea y sus regímenes escópicos en los que un rostro puede llegar a ser un territorio que se recorre.

Dicho brevemente, las tensiones que mapea Rituales de la percepción no reniegan de la vieja (y siempre nueva) pregunta por la comunidad y sus epifenómenos: cómo vivir juntxs, cómo percibir la realidad en un régimen que nos abarque a todxs. Lo hace rastreando las huellas de una “incomunidad” que, al tiempo que rechaza “las formas identitarias de una historia común” (p. 163), asume la historia como modelo que debe quebrarse; quiebre en el que la extimidad y el fragmento se leen como instrucciones de uso en un mundo complejo cuya condición es el algoritmo, cuya red es posicional-domiciliar y no nacional, cuyas memorias se archivan en dispositivos discontinuos y cuya experiencia disuelve el foco. En un gesto teórico muchas veces warbugiano, Ulm va de lo más contemporáneo hasta los umbrales más lejanos para pensar el presente. Exhibiendo sus solapamientos y sin dejar de practicar la duda, se esfuerza en volver evidente la necesidad de seguir pensando todo lo que aparece.